Desde dentro de los círculos que han decidido parlotear y no conversar, me da por oír con mayor atención lo que se dice. Mi deformación profesional espera que se trate un tema específico, que todos escuchen con devoción y que se pida la palabra en orden. Vana esperanza. Quien tiene la voz más potente gana la partida, la cita grupal se diluye en parejas de corrillo de la que no quedará la sensación de haber tenido un encuentro humano.
Frente a los dominantes medios de comunicación hacemos el papel de pasivos escuchas mientras nuestra capacidad de recepción no se moviliza con el pensamiento, ya sea de apoyo o de oposición, hasta con una silenciosa argumentación mental. El receptor ideal se resistiría a la manipulación que el texto podría activar.
Lo cierto es que la dinámica de escuchar y hablar es una. Para asistir a actos de escucha atenta fuimos adiestrados en la implícita concentración y conocimiento del idioma que les son consustanciales. ¿Eso hizo la candidata que desde que Maduro se trepó al poder por medio del más escandaloso fraude, le ha dado por evadir las preguntas que en muchas entrevistas le han hecho respecto de la relación con Venezuela? Claro que no, no es de dudar de su capacidad de entender los mensajes auditivos, sino de precisar las formas sinuosas con que ha evadido dar una respuesta concreta.
Ya en el terreno de la comunicación oral de los políticos reparo en que manejar la capacidad de respuesta es un arte: integra algunas habilidades que provienen de contar con una inteligencia lingüística y con destrezas desarrolladas desde temprano. Lo primero viene en el registro cerebral de la persona, lo segundo es producto del acierto educativo de padres (ay, con esos que les hablan a los niños en lenguaje deformado o que los dejan en el abandono del silencio) y de maestros que fueron ensayando –casi siempre en clase de Lengua y Literatura– toda clase de expresiones orales. La adolescencia está atenazada por la timidez, así que hay muchos chicos paralizados a la hora de hablar frente a sus compañeros o autoridades.
La educación de los EE. UU. practica con acierto la capacidad de debatir y hubo una época que los concursos intercolegiales perfilaban la carrera de algunos, ya bien provistos del lenguaje instrumental que los convertiría en expositores de toda una vida. ¿Dónde se cocerá la vocación política “de servicio”, como tanto confiesan esos señores? Porque muchas veces, con nula inclinación por el uso de la palabra, están en instancias de dirección y autoridad para luego ser torpes hablantes, con discursos inconexos, vocabulario mínimo y vacilaciones a la carta.
Para hablar con papel por delante se tienen al alcance los asesores que redactan los informes u homenajes a fecha fija, pero en la improvisación, en la contestación rápida se mide por dónde van los pensamientos de un emisor, forzado siempre a tender los oídos hacia quien se acerca a ellos. Alguna vez hasta el texto preparado sale mal –como en el caso de la asambleísta que envió una proclama con 40 faltas de ortografía, según el periodista Roberto Aguilar–. Esta demanda del quehacer político no se le puede encargar a la inteligencia artificial –al menos, todavía– porque el acto emisor tiene actitud, es decir, revela psiquis y esa, tiene identidad. (O)