Por varios días la ciudad de Quito, especialmente aquellas zonas de montes y quebradas, ha vivido bajo el terrible peligro del fuego que se ha propagado por la foresta seca. Las imágenes aéreas son pavorosas, pues las nubes de humo amarillento encima de la ciudad parecen extraídas de una película en la que unas fuerzas extrañas amenazan con desaparecer la urbe y, con ello, toda forma de vida, humana, animal y vegetal. Por su parte, las imágenes en tierra muestran la destrucción en casas, caminos y parques. La fragilidad de las posesiones familiares se ve en esas tomas en las que lo humano existe en su fragilidad.
Incendio en Quito deja lecciones
Algo que ha llamado la atención ha sido la forma en que la comunidad de vecinos fue capaz de salir solidariamente a tratar de defender sus casas, con lo que se encontrara a mano –baldes, mangueras, mantas– para en algo sofocar el fuego e impedir que este llegara a las edificaciones. Aunque el peligro de un rebrote de las llamas no ha pasado –la sequía y el calor son extremos, por una parte; por otra, las investigaciones confirmarían que estos incendios fueron provocados–, y la alerta se extiende por toda la ciudad, la lección sobre cómo de pronto puede drásticamente cambiar la vida en un minuto ha quedado en la experiencia de muchos.
Así está la situación de los incendios en Quito este jueves, 26 de septiembre
Cuando se trata de llamas abrasadoras es frecuente recurrir a un adjetivo: dantesco, que suele repetirse en los reportes sobre el incendio, lo que nos recuerda que el infierno es humano y que está muy próximo a nosotros. El fuego, símbolo de la destrucción y de la vida, dejará en Quito una cicatriz extensa que irá curando poco a poco. El paisaje cambió, el verdor se perdió, se están produciendo pequeños éxodos porque la zona quemada no es ya habitable. Las imágenes de lo que está pasando en Quito me llevaron a las fotografías del brasileño Sebastião Salgado y sus libros Éxodos (2000) y Génesis (2013), ideados y diseñados por Lélia Wanick Salgado.
Particularmente en esos volúmenes se pueden ver –y admirar– la tierra desolada, dura, agreste, con formas de vida casi primitivas y mínimas, y también la lucha de los seres humanos por sobrevivir a las condiciones más adversas del trabajo y de las tragedias provocadas por los hombres. En esas fotos en blanco y negro están, al mismo tiempo, la fuerza devastadora de la naturaleza y la capacidad de resiliencia para salir adelante; la belleza del paisaje desolado y los grupos que sobreviven en las condiciones más adversas; la alegría y el orden de los pueblos no contactados y la esperanza de quien cuida el ganado.
Desde hace casi tres décadas, Salgado regresó a Minas Gerais, en Brasil, para hacerse cargo de las tierras de su padre en las que había crecido de niño. Antes que una hacienda feraz, como la de sus recuerdos infantiles, el fotógrafo encontró un campo yermo, erosionado, sin árboles, seco. Entonces él y Lélia decidieron reforestar la hacienda con árboles y plantas nativos, dándole vida a algo que estaba muerto. Esta experiencia se puede ver en la película documental, sobre la obra de Salgado, La sal de la tierra (2014) del cineasta alemán Wim Wenders. A cada uno de nosotros nos toca ya, en verdad, sembrar un árbol. (O)