Cuando era adolescente, y más podía la curiosidad que la prudencia, buscaba los regalos navideños en todos los escondrijos del clóset de mis padres. Nada fácil ya que tenía que coincidir con que ellos no estuvieran en casa ni tampoco mi tropel de hermanos. Precisaba, además, de la escalerilla y complicidad de Tito, el guardia, para trepar a los estantes más altos.

Estratégicamente situada hurgaba en los bolsillos de los ternos de papá donde encontraba moneditas sueltas de las que me apropiaba sin recato alguno y luego escudriñaba cualquier caja, cajita o cajón donde pudieran camuflarse los obsequios. Pero mis padres eran expertos en el arte del escondite y solo aparecían sombreros, bufandas y guantes de los años 40; y regalos para sus amigos y ahijados. Yo persistía cada Navidad hasta que un día observé una caja grande nunca vista antes. Al abrirla descubrí una funda de cuero y adentro, ¡un revólver! Casi caigo de la escalerilla por el espanto, pues eso de tener armas en casa solo se veía en televisión. El hallazgo fue la ocasión para que papá nos contara que a mediados del s. XX, respondiendo a una ofensa, se había batido a duelo con otro caballero, guardando las distancias requeridas según el Código de Honor, y en presencia de su padrino y del médico. ¡Vaya época!

Otra Navidad curiosa la pasé en Buenos Aires, donde estudiaba y trabajaba. Vivía en una fundación para niños con discapacidad y todos habían salido de vacaciones. Después de cenar con el embajador de Ecuador quien, amablemente, había invitado a varios ecuatorianos a celebrar Nochebuena con su familia, regresé a la fundación y antes de acostarme abrí la ventana del cuarto porque el calor era atroz. Habrá pasado una hora cuando sentí el mayor susto de la vida chico, como decía Tres Patines. Cual cuento de Edgar Allan Poe, una sombra saltó a mi cara y solo cuando lo tuve encima caí en cuenta de que ¡era un gato negro! Empecé a dar alaridos y no sé quién se paniqueó más; de un salto abrí la puerta y el gato fugó. Temblando, cerré la ventana y me encerré, toda arañada, hasta el día 26, cuando volvieron los demás.

En Navidad no acostumbro a poner luces ni árboles, aunque desde el 1 de diciembre decoro mi hogar con adornos a los que guardo cariño. El primero que ubico es el retrato de mi querida hermana Gis, vestida de Papá Noel, que toma el lugar, para la fecha, de otro retrato suyo. Mas, este año no aparecía el retrato. Puse todo patas arriba, pregunté a mi esposo, a mis hijos, a Maritza –quien siempre encuentra lo refundido– y nada. ¡Tenía que aparecer mi hermosa hermana para darnos el clásico “pellizcón para ti, sorpresa para mí”! Días después, misteriosamente, Maritza encontró el retrato en una fundita, justo frente a mi cama. Lo tomé amorosamente y lo acerqué a mi corazón para que Gis escuchara lo que tenía que contarle.

“Solo una cosa no hay, es el olvido”, escribía Borges, y me gusta pensar que mi mariposa amarilla habría volado desde la caja de recuerdos navideños para estar muy cerquita y regalarme, abrazadas las dos, su risa contagiosa, su alegría de vivir.

¡Felices fiestas para todos! (O)