Desde hace algunas décadas, la migración de ciudadanos estadounidenses y europeos a la ciudad de Cuenca es una realidad conocida por todos. En su mayoría son jubilados y viven -a menudo- agrupados en algunos sectores de la ciudad y se relacionan especialmente entre ellos. Muy pocos socializan con la comunidad local y, cuando lo hacen, esa actitud representa la excepción y no la regla. Algunos no hablan español, pese a residir acá desde hace varios años.
También es evidente la llegada de migrantes latinoamericanos, venezolanos especialmente, que en su mayor porcentaje son personas sin recursos económicos, que se ganan la vida desempeñando distintas tareas. Entre ellos, hay gente descalificada que comete actos delictivos, viven al margen de la ley y por eso dan lugar para que, en general, ese grupo de migrantes sea considerado como peligroso. Apreciación que, lamentablemente, involucra a muchos correctos venezolanos que se han integrado positivamente a la vida ciudadana local.
En los últimos tiempos, por diferentes circunstancias, he departido en las calles de la urbe con compatriotas migrantes que provienen de distintos lugares del Ecuador. En algunos casos, grupos familiares completos. En otros, estudiantes o trabajadores. Cuando el diálogo ha fluido con varios de ellos, me han comentado sobre las razones que les hicieron tomar la decisión de dejar sus casas y migrar a Cuenca. Todos ellos hablan de la serie de características positivas que distinguen a la ciudad y la ubican como una de las de mejor calidad de vida a nivel regional y nacional: seguridad ciudadana, servicios básicos de alta calidad, óptima movilidad pública en el sistema de buses y tranvía, buenas opciones de educación pública y privada; y un clima saludable.
También expresan que las circunstancias que vivían en sus ciudades natales eran insostenibles. Algunos fueron ‘vacunados’ y extorsionados. Otros asaltados. Otros no pudieron soportar más las condiciones de insalubridad y cotidiana precariedad.
Todos ellos se mostraron como correctos ciudadanos, gente de trabajo y muchos, evidenciaron claras y fuertes relaciones familiares que incluían la solidaridad grupal y la construcción conjunta de un futuro mejor.
Cuenca crece y acoge. Atrae, ya no solamente migración extranjera, sino también nacional. El grupo de migrantes que tienen como modus vivendi estar al margen de la ley, incide de alguna manera en la personalidad de la ciudad, sin que su negativa presencia determine su identidad colectiva. Con ellos, se deben fortalecer los controles y la aplicación de la ley para no permitir que causen daños a la pujanza de una ciudad, que cada vez más recibe el aporte positivo de gente que proviene de otros lados del Ecuador. Enhorabuena.
La Cuenca tradicional de hace cincuenta años, cuyos habitantes se conocían todos entre sí, aún está presente con fuerza y es representada por muchos ciudadanos que se sienten responsables del cuidado de las tradiciones cuencanas. Eso está muy bien, porque desde ese sentimiento contribuyen con el desarrollo de una ciudad culturalmente histórica, cada vez más abierta al país y al mundo. (O)