Segura de poder tomar decisiones sobre sí misma para conseguir una vida con plenitud, Águeda, mujer joven siciliana, resolvió con respecto a su cuerpo, guardar su virginidad por convicciones religiosas. Profundamente convencida, y desde su libertad, decide consagrarse con su cuerpo, en su fe. Sin embargo, esa determinación iba en contra de las pretensiones de algunos hombres de la zona, en especial del gobernador de la provincia, quien le ofrecía sus afectos con ímpetu. Ella lo rechazó cortésmente. Él insistió tanto que provocó que Águeda decidiera mudarse a otra ciudad. El enamorado, disgustado, empezó a darse cuenta de que sus amenazas no la alcanzaban y, usando su poder político, la encerró en un prostíbulo dirigido por una mujer hábil en temas de cuerpos con la intención de que la convenza de que se entregue a quien la ama. Tampoco sirvió de nada. Águeda se negó con tal convencimiento que era capaz de morir por ello. Y así fue. Pues como esta historia real se dio en el año 251 d. C., el amante sin consuelo dispuso torturarla estirándola sobre un potro, azotándola, la desgarró usando ganchos de fierro hasta que le arrancó los pezones, para luego quemarla viva. Las torturas fueron y son de varias formas, con tal de poseer el cuerpo.

Por otro lado, hay otro tipo de mujeres que para sobrevivir en la sociedad que les tocó crecer, y lograr una vida dichosa, usan deliberadamente su cuerpo para procurar placer a quienes ostentan poder sobre ellas. Sea en lo laboral o social, ellas tienen sus sueños de realizarse profesionalmente, de estudiar, de alimentar, de que no las despidan. Se entrelazan entonces en el medio, lo hacen profesionalmente, con exquisitez o con zafiedad, y obtienen una vida que les satisface, como lo hizo Timandra, por ejemplo, quien en la antigua Grecia (IV a. C.) fue una hetera, prostituta, meretriz o una geisha, según deseen calificarla los expertos en historia.

Las mujeres de la primera parte, como Águeda, son calificadas como santas mártires, con la celebración eclesiástica que ello trae; las de la segunda, a las que representa Timandra, que eligieron decirles no a los templos y a los gineceos, casi nadie las recuerda, sus nombres están empolvados como un prendedor sin brillo en los nombres de los hombres con quienes compartieron su lecho, pero de sus anhelos o de los matices de sus deliberaciones internas, casi nada.

En este siglo, aunque sea difícil de aceptarlo, seguimos educándonos partiendo del punto de que el hombre es una bestia sacada de los infiernos incapaz de controlar sus instintos sexuales y, en consecuencia, “entender” lo que es capaz de hacer. Y así mismo, mujeres que para sobrevivir o pagar sus pretensiones ofrecen placer a los demás con su cuerpo.

Sin ningún juzgamiento moral, confieso que esta columna no tiene conclusión, al contrario, me deja varias preguntas. ¿Dónde estamos aprendiendo lo que es dichoso y bello? ¿Quién nos entrena en virtudes? ¿Qué te hace mártir o santa, la libertad o la virginidad? ¿Alguien sabe hasta dónde puede llevarnos el cuerpo?

Quiero creer que estas respuestas estén siglos atrás, en alguna tertulia de gente que busca la verdad, en cualquier banquete donde se hable de amor más allá del cuerpo. (O)