Se asevera que Newton dijo que todo lo que sube tiende a bajar. Él se refería al efecto inevitable de la ley de la gravedad. Metafóricamente, y pasando a la ley de la vida, se suele afirmar que lo único que todos los seres humanos hacemos a diario, independientemente de nuestra voluntad, es envejecer. En otras palabras, bajar, caer o, con menos dramatismo, caminar de lo nuevo hacia lo viejo. En efecto, así como una ley natural determina que los cuerpos se precipiten hacia la tierra, otra ley, también natural, establece que cuando lo nuevo alcanza un punto de apogeo se inicie el abandono de esa condición para continuar, a partir de allí, su trayectoria como viejo. Sucede con los animales, con las cosas, con las personas y sobre todo con los productos de estas últimas. Quizás los ejemplos más claros se encuentran en la vertiginosa obsolescencia de las tecnologías y de las ideas que nacen como renovadoras.
La idea del Nuevo Ecuador (así, con mayúsculas) no puede escapar de ese destino. Al nombrarle de esa manera a una gestión de gobierno se la está condenando a una vida efímera, especialmente en un país en el que la inestabilidad es lo único estable y en el que el largo plazo apenas dura un par de días. Seguramente fue la juventud del presidente y de un alto número de quienes integran su gabinete lo que llevó a los creativos comunicacionales a utilizar un apelativo que, muy a su pesar, estaba destinado sufrir una rápida e ineludible erosión. Seguramente quisieron evitar la utilización del reiterado recurso de la refundación, sin considerar que este no está sujeto a los achaques de la vejez porque se refiere únicamente a un momento específico que marca un antes y un después. Por el contrario, el gran enemigo del Nuevo Ecuador es su duración en el tiempo, aquella permanencia que lo va transformando en pasado.
El problema se agrava cuando lo nuevo está lleno de decisiones, acciones, palabras, gestos e incluso personajes del pasado. El propio recurso discursivo del presidente, con una mezcla de Febres-Cordero, Bucaram y Correa (ingredientes fáciles de combinar, valga decirlo de paso), ha envejecido conforme ha ido perdiendo el pánico escénico de sus primeras intervenciones. El insulto, el descenso de la política al plano personal, la soberbia en el trato, la contradicción en las propias decisiones y la intolerancia a la crítica dejan ver no el retorno del viejo Ecuador, sino la permanencia de este. El Nuevo Ecuador no ha buscado dejar en el pasado los vicios de la política nacional. Por el contrario, los ha cultivado cada vez con más fervor.
Novedad habría sido asumir su condición de gobierno de transición y, con la legitimidad que eso le hubiera dado, definir tres o cuatro líneas para un acuerdo nacional que pudiera establecer las bases apropiadas para la acción de los próximos gobiernos. Pero, como celoso guardián de la pesada herencia del viejo Ecuador, privilegió una candidatura (bien pudo esperar cuatro años más) y puso su empeño en ese objetivo. Ahora, cuando este se ve amenazado por apagones y la persistencia de la inseguridad, no encuentra mejor recurso que echar mano de propuestas de campaña –que sabe no podrá cumplir en el tiempo que le queda– como la reforma constitucional para instalar bases militares extranjeras.
No es que lo nuevo envejeció, es que nació viejo. (O)