En este país herido hay momentos que encienden una luz testaruda. Momentos que recuerdan que la vida insiste. Uno de esos ocurrió en el séptimo encuentro de la sociedad civil.
Fueron dos días intensos: 350 personas de los barrios más golpeados, jóvenes que aún creen en algo, madres que cargan con todo, abuelas que sostienen el ánimo del barrio, líderes comunitarios, trabajadores informales… Todos unidos pensando su futuro.
Acompañados por universidades e instituciones, tenían como lema una consigna: “Las comunidades no están solas”.
Había edades distintas, historias diversas, maneras de mirar el mundo a veces opuestas. Tenían un sentimiento común: si no se organizan, la violencia seguirá ocupándolo todo.
Hicieron lo esencial: planificar cómo abordar el futuro, organizar, formar, acompañar, tres verbos que no necesitan discursos para sostener la dignidad humana.
Lo primero que apareció fue la necesidad de recuperar los espacios públicos, parques y veredas que el miedo arrebató. Quieren volver a sentarse afuera, ver a los niños correr sin que cada ruido sea una alarma.
Con igual fuerza surgió el deseo de revivir el arte, la cultura y la identidad barrial. Recordaron murales que contaban historias, comparsas donde se mezclaban abuelos y nietos. El arte como derecho, como resistencia y como memoria viva de quienes no se resignan. Aparecieron también los huertos y los comedores comunitarios, pequeñas revoluciones diarias donde el derecho a alimentarse se convierte en una olla que nutre cuerpos y ánimos.
Los grupos hablaron de emprendimientos para generar ingresos dignos. Quieren trabajar sin tener que negociar con la violencia para sobrevivir.
Reclamaron servicios públicos básicos: escuelas que se van, centros de salud que retroceden, buses que ya no se atreven a entrar.
Otra línea de trabajo fue visibilizar lo bueno, lo que no sale en los noticieros: jóvenes que estudian con empeño, madres que sostienen a todos, vecinos que se cuidan en silencio. El barrio no es solo dolor: también es una reserva de vida que nadie registra.
Con enorme lucidez se habló de prevención de violencia y apoyo psicológico. Reconocieron el peso emocional con el que muchos jóvenes cargan, y la urgencia de atender ese dolor antes de que estalle.
Y algo quedó muy claro: todo esto solo es posible si los liderazgos locales se fortalecen y se acompañan, si las redes humanas se tejen con hilos que no se rompan ante el primer golpe de realidad.
Este artículo aparece hoy, 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos, y la fecha no podría ser más oportuna. Lo que estas comunidades hicieron fue un ejercicio vivo de derechos, construido desde abajo, con nombre propio, con responsabilidades asumidas, con valentía. Fue una forma de decir: “No queremos vivir en un país fallido”.
Hoy se premia a Corina, y su reconocimiento es el de todas estas personas: las que organizan cuando todo parece fracturarse; las que forman cuando el miedo paraliza; las que acompañan cuando alguien siente que ya no puede más.
Si algo quedó claro en este encuentro es esto: cuando una comunidad se junta, el miedo retrocede un paso. Y la esperanza –tímida, pero decidida– vuelve a asomarse. (O)










