La venganza, la envidia y los celos son tres formas de pasión capaces de suscitar ira, emoción puntual y pasajera que provoca reacciones fisiológicas y mueve a atacar la causa o la amenaza de un daño.
Los animales experimentan episodios de ira, es por tanto un fenómeno natural, el cuerpo hace acopio de facultades para rechazar una agresión. El organismo del iracundo realiza un enorme desgaste energético y químico que no puede extenderse por mucho tiempo, si su intensidad o su duración son excesivas, dependiendo del estado de salud del sujeto, ocasiona graves lesiones. “Se murió de las iras”, decimos jocosamente, pero es una posibilidad real.
La ira puede ser legítima, porque es un mecanismo de defensa contra ataques presentes y objetivos. Lo peligroso es su descontrol, cuando no nos hemos adiestrado para dominarla y la dejamos brotar por motivos fútiles o sobrerreaccionamos en proporción al daño o la amenaza.
Lo característico de las tres pasiones destructivas es su permanencia, duran mucho tiempo, no siendo raro que estén allí por toda la vida del sujeto. Pudren el alma y al originar frecuentes accesos de ira o mantener una suerte de ira latente, estropean la salud. Son siempre ilegítimas, porque están dirigidas no a detener la acción dañosa, sino a afectar al hipotético culpable, a la persona misma que creen los vulnerados ha causado el perjuicio.
Hablemos de la venganza, quien la busca no pretende reparar el ultraje irrogado; aspira siempre a aniquilar al pretendido ofensor, sumirlo en la pobreza absoluta, provocarle invalidez y en caso extremo, pero muy frecuente, la muerte. Por eso nunca es justa, aun cuando se acertase con el verdadero culpable. Por esto no puede ser socialmente tolerada. Está detrás de la estúpida ideología del duelo y de estructuras sociales primitivas en las que grupos humanos se enfrentan en una inacabable serie de sangrientos desquites. La actual ola de violencia en Ecuador, acicateada por el oro narco, se sustenta en una cultura de la venganza vigente por siglos en el país. Probablemente es anterior a la conquista española, pero los “inmigrantes” ibéricos que llegaron al Nuevo Mundo nos trajeron la idea estrafalaria del “honor”, fuente permanente de conflictos y de represalias.
Solía hablarse de la pena impuesta con arreglo a una ley como la “vindicta social”, la venganza de la sociedad. Y, en efecto, en principio la justicia no era más que una venganza colectiva.
La pena de muerte, institución primitiva como pocas, persigue exactamente lo mismo que cualquier vengativo, no la reparación del crimen, sino la aniquilación del supuesto hechor. Una vez efectuada esta “solución”, ida la ira, que intoxica con la propia química del cuerpo, viene el vacío, el chuchaqui diríamos aquí.
El horror de contemplar que tanto desgaste no nos devolvió ni al ser querido, ni la tranquilidad. Pero dictadores como Nayib Bukele sacian los más bajos instintos de un pueblo ofreciendo el espectáculo de los malhechores torturados. Y en este punto estamos tan mal en el Ecuador que sería recibido con beneplácito que en el escudo nacional conste el lema “ladrón cogido, ladrón quemado”. (O)