La rebelión indígena de mayor importancia en Hispanoamérica colonial ocurrió entre 1780 y 1781, en la actual frontera de Perú y Bolivia. Fue liderada por José Gabriel Condorcanqui, quien posteriormente adquirió el nombre de Túpac Amaru, y su pareja sentimental, Micaela Bastidas. Después de apresado, el líder indígena fue ejecutado públicamente en la plaza central del Cusco. Cuatro caballos fueron atados a cada una de sus extremidades y se los fustigó en direcciones opuestas. Los brazos y piernas no se separaron del torso, por lo que las autoridades españolas, frustradas, decidieron decapitarlo. Esta feroz ejecución tenía como objetivo disuadir a la población indígena de organizar futuras rebeliones, y, por otro lado, borrar de la memoria a los líderes y a las ideas que propiciaron el levantamiento. Sin embargo, para gran parte de la población estos rebeldes se convirtieron en mártires.

Dos movimientos guerrilleros se apropiaron del nombre del líder indígena en el siglo pasado: primero, Los Tupamaros de Uruguay, que posteriormente devino en un partido político, y el segundo operó en el Perú, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), que coexistió con Sendero Luminoso en los años noventa. Pero no solo grupos guerrilleros reconocieron al líder indígena, también lo hizo el gobierno de Juan Velasco Alvarado en el Perú (1968-1975), durante el cual Túpac Amaru se convirtió en el personaje inspirador de este gobierno militar de izquierda.

En 2015 la figura del líder es reconocida con el afamado libro La rebelión de Túpac Amaru, publicado por la Universidad de Harvard y cuyo autor es Charles F. Walker, antropólogo de la Universidad de California. Pese a que el autor afirma que no quiso fabricar un héroe, Túpac Amaru se presenta como el guía de una gigantesca rebelión que puso en jaque a la corona española. Se registra que 100.000 personas murieron, de una población de menos de dos millones.

El renombre de Túpac Amaru también reside en que se lo reclama como héroe de la independencia, a pesar de no ser de origen europeo. Esto es resaltado por el poeta peruano Antonio Cisneros en 1964: “Hay libertadores de grandes patillas sobre el rostro, que vieron regresar muertos y heridos después de los combates. Pronto su nombre fue histórico, y las patillas creciendo entre sus viejos uniformes los anunciaban como padres de la patria. Otros sin tanta fortuna han ocupado dos páginas de texto con los cuatro caballos y su muerte”.

El más reciente capítulo de esta larga historia sucedió recién en abril de este año, cuando las cenizas de Fernando Túpac Amaru fueron recibidas en Lima, provenientes de España. Fernando fue el último hijo de Túpac Amaru, quien a los 13 años fue obligado a presenciar la brutal ejecución de su padre y el ahorcamiento de su madre, Micaela Bastidas. La vida de Fernando fue trágica, falleció a los 30 años después de haber sido deportado a España para vivir toda su corta vida en prisión. Sus cenizas regresan al Cusco, a la misma plaza donde hace 241 años presenció el horror.

La influencia de los Túpac Amaru no cede a través de los siglos. Mientras tanto, los mestizos nos quedamos con la pesada carga de ser verdugos y víctimas al mismo tiempo. (O)