Desde esta columna siempre hemos sostenido que la prensa es un baluarte de la democracia y que quien amenaza a la prensa pone en riesgo a sus instituciones. También hemos dicho que la prensa es esencialmente contradictoria con los poderes, pues precisamente a esta le corresponde de manera habitual indagar todo lo que estos ocultan, particularmente al poder político gobernante.

De allí que por naturaleza, la prensa resulta antipática para los poderes sociales, pero sin duda, indispensable para todos, porque cuando cualquiera de ellos se siente amenazado o en peligro, recurren a esa misma prensa para que su voz sea escuchada.

También hemos señalado que la censura previa es una aberración de la democracia y que el principal censor de la prensa es el ciudadano.

Dicho esto, en esta columna quiero abordar un tema delicado pero importante, que espero sea recibido con madurez por quienes realmente me importan: los periodistas y dueños de medios de comunicación serios, que, lamentablemente, cada vez son menos en el país.

Me refiero al estándar de la información que recibimos día a día. Porque si la prensa es implacable con los políticos, con los empresarios, con los deportistas, por citar algunos sectores de la sociedad, tenemos entonces el derecho de exigirle a la prensa también un mínimo estándar, ¿no le parece, amigo lector?

Me dirán que la prensa es privada, que el que quiere lee, escucha o ve y el que no quiere deja de leer, cambia de canal, dial o plataforma digital. Sí, ese discurso me lo conozco bien. Tengo más de 30 años lidiando con periodistas y propietarios de medios y defendiéndolos en situaciones mucho más hostiles que las que vivimos hoy.

Este argumento sirve cuando la prensa se equivoca de buena fe, sirve para la opinión, sirve para cuando la prensa tiene una visión de la noticia que pudiere disgustar a los interesados. Pero no sirve para justificar convertirse en vocero disfrazado del gobierno de turno, para disfrazar publicidad de noticia, para atacar al rival de quien paga la pauta o para torcer la noticia por agrado o desagrado de determinado político o actor social.

Las conductas que acabo de describir son distorsiones inaceptables de la actividad periodística y además de hacerle daño a la misma prensa, le hace un grave daño a la sociedad.

Capítulo aparte merecen los espacios de información y opinión creados con la única finalidad de ponerlos al servicio del mejor postor, disfrazados de prensa independiente y a los que poco o nada les importa destruir vidas y reputaciones.

Sí, estamos mal como sociedad, y termómetro de ello es el deplorable estado de la prensa en Ecuador, con la honrosa excepción de algunos medios tradicionales que luchan en desventaja, para poder subsistir sin entregar sus redacciones a las jugosas chequeras políticas, públicas y privadas.

Entonces, ¿por qué no medimos a la prensa con la misma vara que medimos a políticos, empresarios, líderes gremiales, deportistas y otros personajes públicos?

La desinformación ya no es exclusiva de los troll centers. Cada vez invade más espacios antes considerados serios y ello afecta a la democracia. (O)