Sorprende que una organización que se jacta de contar con la más alta proporción de Ph. D. y M. Sc. per cápita y con un batallón de “intelectuales orgánicos” no pueda encontrar una explicación adecuada para su monumental derrota electoral. Primero adhirieron automáticamente a la tontería que soltó en la tarima su candidata, a la que ellos (¿cariñosa o despectivamente?) llaman la Rana René. Buscaron otro argumento cuando alguien les hizo notar que introducir fraudulentamente más de un millón de votos solo es posible cuando se controlan de manera absoluta todos los puntos del sistema, como ocurrió en Venezuela. Se fueron a los antecedentes, a la campaña. Señalaron algunos hechos, como las violaciones legales y constitucionales del presidente-candidato, sin recordar que entre el gobierno de su líder y los organismos electorales había puertas giratorias y condecoraciones impúdicas.

No es tan fácil

Continuaron hablando de fraude, negándose a entender el verdadero carácter del problema. Es que si lo hacían estaban obligados a reconocer su propia irresponsabilidad por no haber actuado a tiempo. Nunca presentaron una denuncia sustentada ni acudieron a las instancias institucionales correspondientes. Se limitaron a la verborrea de la tarima y de las redes.

El cuento del fraude ahora les sirve para eludir la obligación que tienen, como tiene cualquier organización política, de explicarse y explicar los resultados de sus acciones. Les sirve para no mirar hacia adentro, para esquivar el principio de la autocrítica, reivindicado siempre por la izquierda más militante. Es obvio que lo eludan, porque adentro encontrarían demasiadas cosas que huelen muy mal y con las que muchos de sus seguidores no estarían dispuestos a convivir. Tendrían que comenzar por reconocer que conformaron un pésimo binomio, con una mujer sin formación política y un hombre que asustó a propios y alegró a extraños. Tendrían que aceptar que una campaña como la que hicieron solo pudo haber sido diseñada por alguien que entiende muy poco al país. Pero, sobre todo, tendrían que aceptar lo que les han repetido mil veces acerca del daño que le hace a cualquier candidatura la presencia tras las bambalinas –y muchas veces delante de estas– de Rafael Correa.

El problema es que aceptar todo eso equivale a negar su esencia. Tendrían que comenzar por plantearse seriamente si quieren ser un movimiento progresista, como dicen algunos de ellos, o seguir siendo el correísmo, como los identifica la mayoría del país. Mientras sigan dependiendo de Correa, tendrán el piso de votación proveniente de su carisma, pero seguirán chocando con el techo que proviene de su bilis. Tres veces les ha demostrado el país esa realidad y en ninguna de esas ocasiones se puede atribuir la derrota a las cualidades del adversario. Tampoco pueden señalar a la acción o inacción de las autoridades electorales como la causa fundamental. El problema lo tienen adentro, en la cúspide de su endeble estructura, en el Júpiter Tonante que les impone dirección, palabras y gestos y en su condición de borregos alegremente reivindicada en la campaña anterior. El país necesita una izquierda pensante, sacudida de cualquier caudillismo. Posiblemente una parte de esa está ahí, pero no se atreve a levantar la frente. (O)