Esta guerra de los treinta años ha llegado a su final.

La salida de Chevron —entonces Texaco— del Ecuador a finales de la década de los ochenta, empezó una guerra legal que se extendió por más de treinta años y que, finalmente, terminó con un laudo arbitral recientemente expedido por un tribunal arbitral internacional.

Tras concluir sus operaciones en la Amazonía, la compañía firmó acuerdos de remediación con el Estado y dejó el país. Años después, sin embargo, comenzó una cadena de litigios que llevaría el nombre del Ecuador por tribunales de medio mundo y que terminaría marcando su reputación internacional. El primer gran escenario fue Nueva York. Allí comunidades amazónicas presentaron una demanda ambiental contra Chevron, pero la justicia estadounidense decidió que el caso debía ventilarse en el Ecuador. Así nació el juicio de Lago Agrio, que culminó en 2011 con una sentencia multimillonaria contra la petrolera por supuestos daños ambientales. Aquella decisión fue celebrada por muchos como una victoria histórica frente a una transnacional poderosa, pero pronto quedó claro que el conflicto apenas empezaba. Chevron se negó a cumplir la sentencia de Lago Agrio y respondió con una ofensiva jurídica global. Acusó y probó fraude procesal, denunció y demostró irregularidades en el juicio y activó y ganó arbitrajes internacional amparados en tratados de protección de inversiones. Desde entonces, el país se vio envuelto en una maraña de procesos ante cortes y tribunales arbitrales, mientras la sentencia de Lago Agrio se volvía inexecutable fuera del Ecuador.

El último laudo arbitral ha sido presentado por la Procuraduría General del Estado como un triunfo. La condena a la República del Ecuador se limitaría a un monto cercano a los 200 millones de dólares, muy inferior a las pretensiones iniciales de la compañía. Pero llamar a eso victoria es una ilusión retórica. En esta guerra prolongada no hubo ganadores. Hubo derrotas compartidas y daños profundos.

Chevron perdió la posibilidad de hacer negocios en el Ecuador y quedó asociada, para siempre, a una de las controversias ambientales más emblemáticas del planeta. Los afectados por la contaminación en la Amazonía nunca recibieron una reparación efectiva. Décadas después, siguen esperando justicia mientras el debate legal se consume en tecnicismos y jurisdicciones lejanas. La selva amazónica, el verdadero sujeto olvidado de esta historia, quedó marcada por pasivos ambientales que no fueron plenamente remediados. Y el Ecuador, quizás el mayor perdedor, pagó un costo que va mucho más allá de cualquier cifra arbitral. El país se ganó la fama de ser un destino inseguro para la inversión extranjera, donde los conflictos pueden eternizarse y donde las reglas del juego parecen cambiar con el tiempo. Esa reputación pesa sobre una economía que necesita inversión, empleo y confianza.

La guerra de los treinta años deja una lección amarga. Cuando el Estado no garantiza la administración de justicia a sus ciudadanos y a las empresas internacionales, todos perdemos. No hay laudos que reparen una Amazonía contaminada ni fallos que devuelvan el tiempo perdido. Lo que queda es la urgencia de aprender para no repetir la historia. (O)