Como sucede en todas las campañas electorales, paralelamente a los enfrentamientos y debates entre los candidatos se escenifica una batalla entre las encuestas. Más que una disputa entre las empresas que las realizan –que muchas de ellas no las difunden– es una competencia entre quienes las ponen a circular. El objetivo de quienes actúan de esa manera no es informar acerca de las tendencias que se van configurando entre los futuros votantes, sino supuestamente influir en la decisión de estas personas. Aseguran, sin ninguna evidencia, que una proporción significativa del electorado va a inclinarse por quien aparezca con mayores opciones o, en términos criollos, que se subirá al carro ganador.

Esta idea de las encuestas como instrumento de direccionamiento del voto surge del supuesto absolutamente errado que consiste en creer que los votantes toman su decisión a partir de cálculos minuciosos sobre las posibilidades de cada uno de los candidatos. Como lo comprueba la enorme cantidad de estudios al respecto, el voto se define por una mezcla de pareceres, sentimientos, adscripciones, relaciones, creencias, experiencias mediatas e inmediatas y varios factores subjetivos. En ese conjunto, el cálculo aritmético sobre la carrera electoral apenas ocupa un lugar marginal. Además, una parte considerable de los votantes decide su voto mientras esperan su turno para votar. En nuestro medio (con una población insatisfecha con los políticos, con partidos de alquiler y candidatos de última hora) esa proporción llega usualmente a más de un tercio del padrón y es muy probable que en esta elección exprés alcance una cifra bastante mayor. Las maneras en que se pueden distribuir las preferencias de esa franja de electores se pueden prever estadísticamente, pero son múltiples y en la mayoría de las ocasiones no siguen la tendencia de los ya decididos.

Contar con encuestas confiables y de amplia difusión contribuye a elevar la calidad de la democracia.

Haciéndose eco de esa visión equivocada acerca de las encuestas, en varios países ha ido ganando espacio la prohibición de su difusión en periodos variables previos a la elección. Acá podemos reivindicar el dudoso honor de contarnos entre los pioneros en ese absurdo que deja al análisis serio y responsable sin un instrumento válido y produce el efecto contrario al que quiere lograr. Si en el tiempo en que está permitida la difusión se asiste a esa batalla absurda, en el periodo de veda es cuando hacen su agosto las firmas fantasmas y cuando se ponen a circular las cifras más descabelladas. Como en muchos otros aspectos, la solución a esos problemas es la transparencia total. Esto significa no solamente libre difusión, sino sobre todo responsabilidad de las empresas encuestadoras.

Hay que reiterar que la encuesta es un instrumento básico tanto para el análisis como para la definición de las estrategias en la competencia electoral. Sería ideal que fuera también un apoyo para la decisión del voto, pero eso ocurre solamente en una franja marginal de los electores. En lugar de considerarla como un arma que puede ser utilizada para definir o para torcer la voluntad ciudadana, se debería propender a que las normas electorales abandonen el terreno de la piedra filosofal y entren en el siglo XXI. Contar con encuestas confiables y de amplia difusión contribuye a elevar la calidad de la democracia. (O)