En las casas, las calles, en las escuelas, en los estadios. Nuestras redes sociales están llenas de publicaciones violentas, redes a las que tienen acceso totalmente libre los niños. Vivimos inmersos en noticias que no son alentadoras ni esperanzadoras. Después de una pandemia, regresamos al mundo a traer a la vida real una película de terror que parece no terminar. Vivimos conmocionados ante las imágenes crudas y los videos aterrorizantes y parece incontrolable. ¿Qué estamos haciendo?
Al no interiorizarlo y no remediarlo, fallamos a diario. Fallamos todos y todas. Fallamos como sociedad, fallamos cuando elegimos autoridades, fallamos cuando enseñamos, fallamos cuando defendemos al corrupto y al malvado y no a la víctima.
Fallamos cuando suceden casos como el de Drayke, un niño que a sus 12 años no soportaba su vida al sufrir bullying en su escuela y se suicidó. Fallamos porque no solo no dimensionamos la importancia de nuestras acciones y nuestras palabras y no hacemos un cambio de conducta libre de burlas y ofensas, sino fallamos también cuando dentro de nuestro círculo de crianza y cercano normalizamos estigmatizar por tamaños, colores, razas y preferencias. Fallamos cuando minimizamos el dolor del otro y fallamos por creer que todos tienen la capacidad de sobrellevar esa carga emocional. Fallamos porque trastocamos los valores a nuestra conveniencia. Porque justificamos la violencia a toda costa, nos aprovechamos absurdamente de las circunstancias y permitimos que nuestros instintos bárbaros más vergonzosos se apoderen de nosotros y sucedan escenas tan dolorosas como la tragedia futbolística en México. Fallamos porque destruimos incluso aquello que une al mundo, un partido, jugar a la pelota, los amigos. Duele.
Fallamos cuando perdemos de vista que alrededor del mundo existen naciones en guerras a diario, en donde mueren miles de civiles y combatientes. Fallamos porque dejamos de sentir el dolor ajeno, cuando dejamos que el poder y el ego se apoderen de nuestra esencia, cuando seguimos ejemplos deplorables y nos deslumbramos por banalidades y materialismos. Fallamos cuando somos hipócritas y nuestros prejuicios van afines a nuestras luchas. Fallamos cuando incluso las causas que decimos defender vienen plagadas de odio y estigma. Fallamos cuando nos mueven la violencia y la desidia, cuando nos indignan torpezas. Fallamos cuando nos conmociona más una pared pintada que una mujer asesinada y violada por su pareja y una niña embarazada por su abuelo. Y aquí enfatizo que no es correcto que los bienes públicos y privados se dañen, pero la indignación no cabe sobre una pared manchada, que se arregla, y sí debería caber sobre sangre derramada por la violencia de género.
Pienso en los niños y niñas, siempre pienso en todos ellos, quienes podrían crecer sin tanta tragedia y sin tantas heridas por curar en la mente, en el corazón y en el cuerpo; y luego pienso en nosotros y lo que dejamos sembrado. Fallamos cuando normalizamos el mal y lo veneramos y multiplicamos. Seguiremos fallando eternamente si hacemos caso omiso al verdadero significado de fallar, que es aprender y mejorar. (O)