Todos de pie en el mítico Santiago Bernabéu. Esa constelación, que es el equipo merengue, unidos en un abrazo como un hilo blanco en medio de la cancha. Carlo Ancelotti con la mirada al frente. En las pantallas, las imágenes en blanco y negro de Leo Bennhakker, antiguo entrenador del Real Madrid, y Mario Vargas Llosa, el contador de historias que había sido su hincha. Con ese minuto de silencio, empezó el partido contra el Arsenal, cuartos de final de la Champions. No ha hecho falta más. De hecho, quería solo una despedida íntima, que no diera lugar a ruidos absurdos. Vargas Llosa había llegado a España en 1958 para estudiar en la Complutense. No tenía nada, solo una certeza: no sería abogado, no sería periodista ni profesor, sería solo escritor. Dedicaría lo mejor de su tiempo y energía a escribir. Buscaría trabajos alimentarios que no sustituyan ni estorben esa dedicación fundamental. “Si eso significa que voy a vivir con enormes dificultades materiales, pues que signifique eso”, se dijo. El resto es historia.

Amamos a los escritores cuyas obras nos acompañan en los trayectos esenciales de la vida, sobre todo los más duros. Para mí Vargas Llosa fue parte de un proceso que en mi adolescencia me convirtió, primero, en lector y, luego, en consciente habitante de América Latina. Los escritores del boom fueron para mí una mitología a través de cuyos libros descubrí mis ansias de mundo y mi deseo de escribir. También fue el tema que durante muchos años concitó las mejores conversaciones de mi vida, aquellas que mantuve con mi abuelo, que ya lo he dicho, era tan vargasllosiano como garciamarquino y cortazariano.

Conservo todas sus obras y, durante años, nunca dejé de leer sus columnas en El País. Fue uno de los genios que elevaron a la columna de opinión de un género periodístico a uno literario. Controversial, audaz, problemático y sobre todo valiente hasta la desmesura. De su explosiva vida intelectual aprendí que la mayor honestidad es decir lo que se piensa y que no se debe tener miedo a cambiar de opinión. Entendía que el rol del intelectual no es el de quien busca catequizar, sino el que opina, se equivoca y polemiza sin temor a la debacle o la soledad, porque él casi siempre creyó en la capacidad que todos tenemos para reinventarnos. Así lo hizo en su vida, varias veces.

Sus libros no solo influyeron en la necesidad de buscar una estructura sólida en mis proyectos de escritura, sino en la idea de un valor total ante mi proyecto de vida, una fe en mí mismo o una energía invencible para aceptar que yo, como él, iba a escribir a toda costa. La tía Julia y el escribidor es para mí un libro esencial, sin el cual hubiese sido mucho más difícil encontrar mi camino. Sus novelas más colosales, sobre todo las tres primeras, son cimas de la historia de la literatura universal, no solo continental ni de esta lengua. Son afectos que se quedan y a los que podremos volver. Siempre me pregunté cómo me iba a sentir el día en que muriera Vargas Llosa. Ha sido, y le agradezco por ello, una figura fundamental en mi vida. Hoy siento que el mundo que compartí con mi abuelo ha terminado de morir. (O)