Abrumados por las “noticias en tiempo real”, agobiados por la inundación de malas nuevas, medias verdades y especulaciones, confundidos por el derrumbe de referentes y valores, hay que preguntarse, a veces: ¿en qué creemos?
No hay tiempo para eso, me dice alguien. Y otro, más allá, me pregunta ¿para qué? Yo me digo: ¿serán asuntos académicos, extraños, inoportunos en medio de la perpetua tormenta electoral? ¿Vale la pena hablar de esto? Dudo, y me pregunto: ¿pasaron de moda esos temas, pese a que podrían ayudar a desnudar las realidades de una sociedad sometida al destino de votar, escuchar propaganda, apostar al sorteo de la felicidad y sobrevivir entre el miedo y la política?
De todos modos, pregunto a los lectores, ¿creemos en la democracia o aspiramos solamente a los ritos electorales? ¿Creemos en la legalidad o en el fondo nos entusiasma la viveza? ¿Creemos en los méritos y respetamos a los esforzados? ¿Escogemos a los mejores?, ¿somos realmente escrupulosos? ¿Cumplimos o trampeamos? ¿Nos importa el país, o nos importa el partido o el caudillo?
Creo en un país de gente honrada, de lindos paisajes y personas esforzadas. Y pese a todo lo que ocurre, me ufano de mi país, pero dudo de su forma política, de su Estado, dudo de su cascarón electoral, y me agobia su escandalosa vida pública, que se reduce a retórica, confrontación, audiencias judiciales y especulaciones de opinadores y “juristas”.
Veo un noticiero y me pregunto: ¿en qué creemos? ¿Somos de verdad una república, esto es, democracia? ¿En dónde se quedó la ilustración de los dirigentes, en dónde las maestrías y los doctorados? ¿Qué nos impide encontrar respuestas, descubrir caminos? ¿Qué nos impide intentar acuerdos básicos y dejar de lado tantas mezquindades?
Me arriesgo brevemente en las redes sociales y confirmo la confusión universal en que vivimos. ¿Es eso opinión pública? ¿Podrá la democracia prosperar en ese naufragio?
¿Podrá la tolerancia cuajar en semejante escenario? ¿Podremos ser, de verdad, ciudadanos?
Me pregunto estos temas porque, a mi entender, sin convicciones no es posible ni la libertad ni la solidaridad ni la prosperidad. Tampoco la legalidad que, aunque parezca extraño, es primordialmente un asunto de ética.
Sin convicciones respecto de la eficacia de la ley, tampoco es posible el Estado de derecho, y menos aún esto que pomposamente llamamos “república”. El problema es que, al cabo de doscientos años, todavía discrepamos sobre temas esenciales, sin entender, por ejemplo, que la representación política no es solo asunto de cálculos y votos que se ganan y puestos que se pierden. Es asunto de asumir que el mandato político es tema de compromiso, coherencia y lealtad, de servicio y sacrificio de los intereses de grupo, y es asunto de comprender que el país es el sitio que nos hace ciudadanos; es el punto de partida para progresar, y no el lugar para odiar y apostar al ejercicio de vocaciones autoritarias. (O)