El pasado domingo, 13 de abril, falleció Mario Vargas Llosa. No diré que las letras peruanas ni las latinoamericanas y ni siquiera que la lengua española ha perdido a uno de sus mayores escritores. Es el arte de la novela el que está de luto. ¿Esto de la novela significa algo alrededor de una figura polémica que se inmiscuyó en mil temas y conflictos? Si se discute al intelectual, a sus posiciones políticas, sus opiniones, sus relaciones sentimentales, sus afinidades y distancias, sus aciertos o tropiezos, se perdería lo que fue esencial en él: lo novelístico. De tan evidente, se lo olvida con mucha facilidad. Pero ¿en qué consiste lo novelístico, el saber propio de la novela?

Creo que parte de la originalidad del espíritu de la novela es la disposición supraindividual de este género literario. En una novela hablan muchas voces y ninguna es superior a las otras. Cuando se ubica a una como superior, la novela se desmorona. Si se dice que el novelista peruano ha dejado personajes memorables, como el Jaguar, Lituma, Pichula Cuéllar, Santiago Zavala, Cayo Bermúdez, la Musa, Pantaleón, Pedro Camacho, el consejero, el barón de Cañabrava, Urania, Mayta o Fonchito, entre decenas de otros personajes, no ha dicho todo. También deja formas novedosas y procedimientos narrativos entre los que tenemos los diálogos telescópicos (que saltan entre distintos tiempos y lugares), la alternancia paratáctica de puntos de vista muy diferenciados en un mismo párrafo u oración, la flexibilidad elíptica, el uso del humor popular y el manejo versátil, aquí sí, de lo novelesco, es decir, el despliegue de la aventura (incluso el melodrama) y, sobre todo, la concisión de situaciones y descripciones armonizadas en un sentido plástico del ritmo de los capítulos de sus novelas, que ha sostenido en vela a más de un lector hasta terminar la lectura. Esto solo se logra con la palabra precisa.

Acotemos: la palabra precisa de los otros y sobre los otros. Pese a sí mismo, a sus circunstancias, a sus fobias y simpatías, los personajes de Vargas Llosa siempre tienen voz propia; no son trasuntos del escritor. Incluso en el caso excepcional en que el mismo autor pasó a ser protagonista, como ocurre en La tía Julia y el escribidor, donde registra su vida de veinteañero en la peripecia de su primer matrimonio, nunca se pierde la objetividad para todos y cada uno de los personajes. No es menor que en esa novela hable del enamoramiento con su primera esposa, Julia Urquidi, como si estuviera ocurriendo en ese momento. Escribe esa novela cuando estaba casado con su segunda esposa. Sin embargo, esto no interfiere en la construcción del personaje. Puede parecer sencillo, pero no lo es. Es apenas una muestra del talento de Vargas Llosa, que desplegó a decenas de personajes de distintas procedencias, no solo limeños, sino del resto del Perú, y otros países, desde Brasil a República Dominicana, Francia o Irlanda. Si bien su núcleo novelístico ha sido mayoritariamente el Perú, nada le impidió abordar otros temas y culturas.

Dicho esto, hay que ir todavía más al fondo. La raíz de un talento de esta naturaleza es la disposición al asombro, la percepción agudísima no solo para captar el detalle que levanta cualquier figura literaria, sino la fluidez y la transparencia para dejarse atravesar por los detalles, por los otros, y colocarlos sobre la página como si se los viera por primera vez, con la impronta fresca de una revelación. Aunque no se parezcan en temas ni en procedimientos, aunque el mismo Vargas Llosa haya señalado a otros autores como su influencia, al leerlo no he podido dejar de pensar en Tolstói. Se ha señalado repetidas veces que el novelista ruso presenta a personajes, descripciones y escenas con un lenguaje prístino, como si nacieran delante de nuestros ojos. No hay turbación al presentarlos. Esa diafanidad de la mente es lo que caracteriza a Vargas Llosa. Supo dejar a un lado interferencias personales que predispusieran o enturbiaran la novela. ¿Cómo se logra esto? El talento no se puede explicar. Aun así, me arriesgo a apuntar que en el caso de Vargas Llosa viene de una combinación de destrezas, no menor la práctica periodística desde muy joven, pero también haber contrastado distintos ambientes en su infancia repartida entre Arequipa, Piura, Cochabamba y Lima, que no fijó su mirada con una cláusula identitaria, y, sobre todo, su exploración de las distintas tradiciones de la novela, esa capacidad para entrar en el arte de novelas tan distintas en formas y procedimientos. Recomiendo acercarse a sus mejores ensayos, como los dedicados a Flaubert (La orgía perpetua), Joanot Martorell (Carta de batalla por Tirant lo Blanc), García Márquez (Historia de un deicidio) y Arguedas (La utopía arcaica), aunque la mejor muestra de esa versatilidad se percibe más en los breves ensayos de La verdad de las mentiras, donde cala en el centro vivo de varias novelas del siglo XX. Así como los aprendizajes implícitos de autores a los que no les dedicó libros pero que dialogan en el trasfondo de sus novelas: Cervantes, Balzac, Conrad y Faulkner. Comprendió muy bien que en la formación de un novelista hay que remontar otras culturas y otras épocas, que cuenta con una tradición tan sólida como diversa, sin la que no se llega a ningún sitio. No creía en la inspiración ni en el don poético, sino en la constancia y la disciplina.

Por su fallecimiento, los comentarios han repetido un mismo esquema o patrón reveladores, diciendo que “pese a” o “no obstante” reparos ocasionales de orden político o personal, todos concluyen que sus novelas siempre los han atrapado y fascinado. No es posible ese deslinde. En Vargas Llosa convivían las contradicciones, como en todo ser humano; le daban vigor. Pero solo su talento o su mirada, como en muy pocos novelistas de primer nivel, le permitió superarse a sí mismo y dejar plantado un mundo que no es copia de la realidad sino una invención. Ese saber novelístico es parte de su grandeza. (O)