Vivimos atrapados entre los extremos. La desmesura se ha impuesto en la política y la diplomacia, en la forma de ver la vida y de entender muchos temas.
Los sistemas y las prácticas que apuntaban a la serenidad están en entredicho. Prospera el desafuero, el griterío, los discursos que mortifican, los decires que descalifican y las amenazas que enfrentan.
El fundamentalismo descalifica las tesis que se apartan de la ansiedad por dominar. Los nacionalismos alimentan las rivalidades y afirman los intereses de cada país y de cada grupo, como si ellos fuesen la razón del mundo y la única verdad. La discrepancia es mala palabra. Las apelaciones a la serenidad son opciones inaceptables. Ahora hay que afirmar las tesis de cada poderoso y adherir a los estilos de cada autoritario.
La democracia liberal fue una apuesta al equilibrio y a la racionalidad política, a la reflexión y a la responsabilidad. Fue la ilusión de que el poder podía inspirarse en el sentido de servicio, en el respeto a las libertades, en la tolerancia. Fue una propuesta que se escribió en algunas constituciones. Fue la terca esperanza de que los derechos eran patrimonio moral intangible de cada persona. Sin embargo, la democracia liberal empieza a ser un recuerdo, una forma de nostalgia sin cabida en el estruendo mediático.
¿Es posible reflexionar y apostar a la serenidad en el teatro de mojiganga y entre los mensajes y los videos de TikTok que saturan las redes? ¿Es posible pensar entre noticia y declaración, entre entrevista y amenaza? ¿Se puede aspirar a un discurso objetivo, a un proyecto útil para la humanidad entre la algarabía que alimenta el electoralismo en todo el mundo?
Las instituciones se convierten en palabrería, si no hay reglas que se cumplan, sin sentido de legalidad que haga posible el trabajo de la gente, y si el Estado va transformándose en una opción inviable en medio de un cataclismo.
Los extremos, las declaraciones tonantes, las actitudes olímpicas y las medidas desmesuradas ponen en entredicho las bases del derecho internacional, que es un sistema de convenciones y respetos.
La mesura se ha ausentado incluso de la diplomacia. Y a todo esto nos vamos acostumbrando. Nada sorprende, cuando los líderes del mundo retornan a las viejas y peligrosas tesis del derecho de la fuerza, y si todo es apelación a la vocación de poder.
Parecería que hasta la naturaleza conspira contra la serenidad y el equilibrio. Las sequías y los incendios, las erupciones volcánicas, las lluvias torrenciales y las inundaciones está destruyendo también la convivencia y han puesto en entredicho la acción de los Estados y las posibilidades de la gente. Este un mundo de excesos. Vivimos en un torbellino y nos gana la incertidumbre.
La tecnología contribuye a los cambios y propiciará algunas soluciones, pero el desorden no ha generado nuevas ideas, ni modos distintos de ver la realidad. Estamos atrapados entre los extremos. (O)