Con tanto secuestro, accidente y asesinato a sangre fría ocupando las mentes de los ecuatorianos, parece que nos hemos olvidado de las muertes normales y corrientes. Las de nuestros parientes enfermos o avejentados que han llegado al último día de sus vidas. Las que nos reúnen periódicamente en velorios, misas y otras ceremonias donde, más que despedirnos de los difuntos, nos reunimos entre nosotros para darles sentido a los lazos que nos unen por genética o por amistad.

A una de esas muertes me enfrenté recientemente. Esas que llegan cuando uno lo ha estado esperando, pero cuando menos lo espera. Una llamada telefónica, un anuncio confuso, escueto. Ya no respira.

Para cuando llego al lugar de los hechos, un pariente ha llamado al 911. Habrá imaginado que se encontraba en Berna, en Oslo, en algún lugar donde hay la inteligencia y el conocimiento necesarios para manejar la muerte claramente natural de una persona de 91 años de edad. En lugar de eso, primero recibimos una llamada de una funeraria para ofrecer sus servicios. Me pregunto en ese momento qué pensaría Ana María Ayala Robles, directora general del Servicio Integrado de Seguridad ECU911, si a ella le pasara lo mismo.

Solo después de eso, llegan dos policías que nos dicen que, sin la hoja del INEC llenada por el médico tratante, no se irán del departamento de la difunta. ¿No tienen crímenes que combatir mientras esperamos a la médica? No, es la respuesta. Le digo al sargento segundo Alexander Rodríguez que todos los que están involucrados en el negocio del ECU911 con las funerarias son unos corruptos. Se ofende y me dice que, si es necesario, él pasará la noche allí esperando a que le entreguemos la hoja firmada por un médico. No solo eso, sino que llama a tres policías más para que hagan su aparición.

¿No deberían estar atendiendo los robos a mano armada alrededor de la ciudad de Quito que nos mantienen aterrorizados? No, la prioridad es sostener de la mano al sargento segundo Rodríguez, quien no puede recuperarse de haber escuchado la verdad. Como esto tampoco es suficiente para ellos, solicitan el levantamiento del cadáver. Llegan todavía dos policías más; ya tenemos casa llena, solo faltan los mariachis para una gran fiesta. Le explican al sargento segundo Rodríguez que no hay nadie más en Quito para hacer su trabajo y que tienen un cadáver en Toctiuco que sí necesita sus servicios. Que no, que se lleven a la difunta para hacerle una autopsia.

Entre tanto, ha llegado una mujer que nos dice su nombre, Esther Rojas, y que trabaja para Camposanto Monteolivo. “Yo doy las vueltas por la ciudad con la carroza funeraria y por casualidad vi a la policía afuera de su casa”. Claramente, es ella quien nos llamó mágicamente tras el contacto con el 911 y ahora se atreve a apersonarse con nuestra dirección exacta en la mano. Le explico que ya hablé con Monteolivo y me interrumpe con “pero yo llegué primero”. Me siento finalmente a llorar. Cuán triste es la existencia de quienes trafican con el dolor ajeno. (O)