El Curco Rivadeneira era curco. Era curco y era todo lo feo que alguien podía ser. No solo su joroba era prominente, también su nariz, sus orejas y sus ojos saltones. Su piel arrugada y su pequeñez le daban un aspecto de duende. Tal vez para compensar tanta fealdad, el Curco era un tipo simpático, reilón, bromista, dicharachero y de una generosidad más grande que su giba. De sus interminables bolsillos salían dulces, globos, sorpresas, cariño a raudales.

Siempre, siempre, siempre estaba en las reuniones familiares en casa de la tía Rosarito Terán, que era en realidad la casa de Michita, la abuela materna de papá. O tal vez la casa era del Taita Vega, el anciano millonario con quien se casó Rosarito. Lo importante era que el Curco vivía allí, su dormitorio quedaba frente al floripondio del patio, lo suficiente lejos para no hacerse tonto con el olor que sus flores de capullo emanaban. No era inquilino, era huiñashisca, según decían una hermosa y soltera quiteña lo había parido en la clandestinidad y regalado a Michita. No lo regaló por feo y jorobado, lo hizo para tapar su vergüenza.

Mediocres

El Curco era intendente de policía y como tal requisaba las bombas a los carnavaleros. Bombas que nos regalaba a escondidas para que violáramos la norma y jugáramos carnaval a gusto y a escondidas. También nos regalaba entradas para ir al circo. Esos circos de carpa rota, de animales flacos, de trapecistas gordas, de magos deslucidos y payasos de vestimentas pobres que con cierta frecuencia llegaban a animar la paz extrema de la pequeña ciudad. A mamá no le hacía gracia que fuéramos al circo, que era un espectáculo de gente marginal, decía; que eran tan pobres que se comían hasta los monos y perros del espectáculo, decía; que también robaban niños para ponerlos a trabajar o para hacerlos salchicha, decía. Pero de todas formas íbamos, había que dar buen uso a las entradas regaladas por el Curco.

Los circos nos fascinaban, no hablábamos de otra cosa hasta la llegada del siguiente. Desde unas precarias bancas hechas con tablas de madera veíamos absortos cómo la gorda trapecista daba volteretas en el aire; cómo el mago sacaba un conejo a punto de morir desde un sombrero a punto de romperse; cómo el viejo elefante no le hacía caso al domador; y, cómo los payasos repetían, sin gota de gracia, las trompadas y caídas que eran su único chiste ante el que reíamos a carcajadas.

Las partes y el todo

Un día los circos alzaban la carpa rota y se iban a divertir, a matar de pena, a robar o engañar, a los habitantes del siguiente pueblo.

Volvía la calma y esperábamos entonces que llegara el parque de diversiones para que el Curco sacara de su bolsillo mágico las entradas para la felicidad.

En este mundo ya no esperamos con ilusión la llegada del circo. Hoy, los circos se han instalado en las altas esferas del poder de todo el mundo. Las funciones son continuas, como los cines de antes. No paran. No importa si estamos en palco o galería, si vemos al norte del continente, al centro o al sur. Espectáculo vulgar y penoso hay para la mirada absorta de unos pocos, que ya no reímos, lloramos ante tanta indolencia, ruindad y estupidez. (O)