Estaba hace unos días en la fila de una farmacia cuando me encontré con el rector del colegio donde estudia mi hija menor. Habremos hablado unos tres o cuatro minutos, no más. Lejos de ser un diálogo social políticamente correcto, me conversó sobre el impacto de los teléfonos celulares en la formación de los niños y jóvenes. No me dio discursos ni consejos. Su no verbalidad y su voz evidenciaban una profunda preocupación, sin respuestas todavía.

Siento que los avances tecnológicos y el acceso instantáneo a toda la información del mundo no han facilitado tanto las cosas.

Tenemos más data que nunca, pero hemos endosado la empatía. Nos hemos embarcado en un paradigma digital donde el otro es un espectáculo, pasamos de la relación yo-tú a yo-eso. Los individuos son objetos de consumo, likes, shares y hate.

Las redes sociales refuerzan burbujas autorreferentes, incidiendo íntimamente en la construcción de una percepción de la realidad donde la verdad y la objetividad ya no se discuten, más bien se sobreponen permanentemente, a toda velocidad, con influencers, opinólogos, políticos y ejércitos de troles que sin escrúpulos y sin vergüenza intentan sacar un provecho de esa voluntad atacada.

Y si bien todo está expuesto socialmente, da la sensación de que las cosas suceden bajo la mesa maquiavélicamente orquestadas por algoritmos, lo que impide una visibilidad común para discusiones más amplias.

Ante esto, vuelvo a recordar las preocupaciones del rector en la farmacia, que si bien eran más sistémicas, me llevan a pensar en la imperativa necesidad de una educación que enseñe a dudar.

Hay casos como el de Finlandia, donde la educación mediática se ha integrado al currículo escolar como una herramienta fundamental para combatir la desinformación y fomentar el pensamiento crítico. Desde 2013, el país ha implementado una política nacional de educación mediática. Los estudiantes aprenden a analizar críticamente el contenido mediático, desacreditar noticias falsas y crear contenido propio, desarrollando habilidades cívicas esenciales para navegar en un entorno digital complejo.

El éxito del modelo finlandés no solo está condicionado por el Ministerio de Educación, sino que radica en un esfuerzo colaborativo entre escuelas, medios de comunicación, empresas, bibliotecas y museos, fomentando una visión integral de la alfabetización mediática, promoviendo un enfoque que no solo busca preparar ciudadanos para identificar la desinformación, también para ser miembros activos y reflexivos de una sociedad democrática, capaces de pensar y actuar con ética y responsabilidad.

Para replicar algo así en Ecuador se necesitaría una condición fundamental: la empatía. La consideración del otro como legítimo, la posibilidad de confiar, de llegar a acuerdos sociales compartidos, y eso es justo lo que pareciera que hemos perdido.

Sin embargo, mientras haya rectores, docentes y padres que en lugar de imponer respuestas se estén haciendo las preguntas para repensar la educación, no todo está perdido.

Al despedirse el rector me habló de un libro: The anxious generation, de Jonathan Haidt, está pendiente. (O)