Hay sucesos que producen repugnancia y horror y nos sobrecogen tanto el alma que preferiríamos no hablar de ellos. Sin embargo, tenemos un deber moral para con los más desprotegidos de la sociedad que nos obliga a no callar y a levantar nuestra voz de protesta para que no vuelvan a producirse, aunque hoy nada podamos arreglar, menos devolver la vida a los muertos.
Nos referimos a lo que ocurrió el 8 de diciembre de 2024, cuando los menores Josué, Ismael, Nehemías y Steven fueron aprehendidos en el sur de Guayaquil por una patrulla militar y llevados a la zona de Taura, en Naranjal. Sus cuerpos casi irreconocibles, incinerados, calcinados, torturados, desfigurados y mutilados fueron encontrados a 37 km del lugar donde habían sido vistos por última vez.
Así concluyó una etapa de angustia para sus padres, porque no sabían dónde estaban y guardaban la esperanza de que estuvieran en algún lugar del mundo sanos y salvos, para dar paso a la del inconmensurable dolor y sufrimiento al conocer que sus vidas habían sido segadas.
Ese día, el tiempo se detuvo en sus humildes moradas, con las medallas y los últimos desgastados zapatos de caucho de aquellos que soñaban con ser futbolistas, con los cuadernos borroneados con las canciones de aquel que colaboraba con la iglesia del barrio y quería ser músico, y con las camisetas desteñidas por el uso de aquel adolescente que deseaba ser un profesional.
No podríamos narrar los sentimientos de sus padres, familiares y amigos cercanos y tampoco quisiéramos imaginarlos, porque el corazón se desgarra al conocer la morbosidad, la maldad y la crueldad con la que actuaron los verdugos que, disfrazados de militares y prevalidos de sus rangos, abusaron de estos cuatro inocentes que no hicieron daño a nadie. Uno de los acusados declaró que quien dirigía la operación hizo que dos menores se pusieran de rodillas en el piso en el peaje de la ruta Durán-Tambo, que ahí hubo golpes, que luego se dirigieron hacia una vía de segundo orden en la zona de Taura, donde se escucharon quejas de las víctimas mientras eran golpeados e, incluso, que los vio ‘desnudos’ y que uno de ellos grabó un video mientras mantenía a uno de los menores en el piso, según versiones recogidas por este Diario, el 1 de diciembre pasado.
¿Cuál fue el pecado de los ahora llamados “los cuatro de Las Malvinas” para recibir tan injusto y terrible tratamiento por parte de los militares? ¿Ser negros, ser pobres y, por tanto, sin derecho alguno, ni siquiera a conservar la vida? Porque su perfil no era, de ninguna manera, el de delincuentes, y menos de que venían robando, supuesto delito del que los acusaron los criminales y por el cual nunca nadie denunció ni reclamó nada.
Es realmente inconcebible e intolerable lo ocurrido. A guisa de vestir un uniforme y de pertenecer a un cuerpo militar no se puede pretender abusar de los demás y maltratarlos, quienquiera que sea, hasta acabar brutalmente con su existencia.
Confiamos en que la administración de justicia hará lo que tiene que hacer condenando a los culpables, porque estos crímenes desgarradores no deben quedar en la impunidad y no debieran repetirse nunca más. (O)









