La semana pasada, en una conversación informal, un académico extranjero se sorprendía por la ausencia de ambiente electoral en las ciudades ecuatorianas. Le llamaba la atención la falta de publicidad en las calles o incluso de brazaletes, camisetas y otras señales usuales en estos casos. Uno de los contertulios atribuyó esto a las disposiciones de control del gasto y a las multas que se aplican a quienes no retiran los carteles y pancartas después de la elección. Otro destacó el traslado de la campaña a las redes sociales, motivado fundamentalmente por el peso del voto joven. Un tercero fue más radical al señalar que era el producto de la animadversión a los políticos y en general a la política.

Las tres explicaciones son válidas, pero sin duda la de mayor peso es la última, ya que se adentra en un fenómeno social y no solo en ciertos aspectos propios de la campaña. El rechazo masivo –y al parecer mayoritario– a la política es un comportamiento que debe preocupar no solamente a los políticos, a los aspirantes a serlo y a los integrantes de lo que se ha dado en llamar el círculo rojo, sino a toda la sociedad, incluidos los mismos que expresan ese sentimiento. Si los primeros deben analizar sus palabras y sus actos para encontrar y enmendar sus errores, los últimos deben tratar de expresar las causas por las que adoptan esa posición. La democracia exige que el pueblo se haga cargo de su responsabilidad.

En las democracias contemporáneas, que inevitablemente deben ser representativas, el pueblo es el responsable en última instancia de quienes van a hacerse cargo de los asuntos públicos por un tiempo determinado. El rechazo a la política es un rechazo a su responsabilidad, una negación de su condición ciudadana, que significa no solo gozar de derechos, sino fundamentalmente ser parte de una comunidad política y no solo de un grupo social que ocupa un territorio.

La campaña que culminó con la elección de este domingo fue posiblemente la mayor expresión del deterioro de la política nacional. La multiplicidad de candidatos, en su mayoría sin preparación ni trayectoria, la alta proporción de ellos sujetos a procesos judiciales, la cantidad de siglas que no se sustentan en organizaciones realmente existentes, las ofertas incoherentes e incluso los ridículos spots de campaña, demuestran no solamente la mediocridad de los actores y la ausencia de partidos políticos, sino sobre todo la apatía y la permisividad de la sociedad. En el momento en que circule este artículo será posible saber no solamente quiénes ganaron y quiénes perdieron en esa competencia circense, sino que será sobre todo el momento adecuado para evaluar cuál ha sido la respuesta de la ciudadanía ante una campaña que en realidad fue una agresión a la racionalidad.

Si ha vuelto a elegir a las mismas personas que rechaza no tendrá argumentos para sostener que el problema está en los políticos o en la política, a la que ve como una cosa lejana y ajena. Ya que el voto es obligatorio, siempre tiene a su disposición la posibilidad de anularlo. Una alta proporción de votos nulos sería un recurso más efectivo que la queja lastimera por los malos políticos y, sobre todo, sería un excelente indicador de la responsabilidad colectiva, que con el voto válido por los incompetentes anula su propia condición ciudadana. (O)