Fue Friedrich Nietzsche –inspirado en las enseñanzas de Rumi, el gran pensador persa– quien vinculó a la moral con la estética con una declaración contundente: “Si matas una cucaracha, eres un héroe. Si matas una hermosa mariposa, eres malo. La moral tiene criterios estéticos”.
Queda claro que los humanos vinculamos la estética –aunque sea de manera parcial– con la moral y con la salud.
Ciertamente, sí existe una apreciación estética en la ética humana, ya sea porque le damos una valoración moral a lo bello o a lo feo, o porque clasificamos lo bueno y lo malo de la misma forma en que interpretamos lo que nos es agradable o no.
Durante siglos, los humanos hemos usado también a la estética como un referente para la salud. Los clásicos y los renacentistas estudiaron las proporciones implícitas en las formas orgánicas. De ahí surgieron concepciones como la proporción áurea y la secuencia de Fibonacci. Ambas apuntan a la presencia de un “número mágico”, presente en todas las criaturas vivas. Me refiero a 1,618, conocido también como Phi. Para los antiguos, las proporciones correctas eran la expresión de un individuo saludable. Si bien esta mentalidad derivó en creencias equivocadas, como la frenología, hay manifestaciones de enfermedades que irrumpen en nuestro aspecto que siguen siendo válidas para los doctores, tales como cambios en la coloración de nuestra piel y la súbita aparición de protuberancias.
Queda claro que los humanos, en nuestra limitada forma de entender lo que nos rodea, vinculamos la estética –aunque sea de manera parcial– con la moral y con la salud.
La arquitectura no huye de esta premisa. Durante el auge del movimiento moderno, arquitectos como Richard Neutra sustentaron sus obras calificándolas como “arquitectura saludable”. La arquitectura moderna entendía esto con un significado dual para la salud: la arquitectura debe ser saludable para el usuario, y para lograr tal objetivo, los espacios que la forman y definen no deben atentar contra ninguno de los demás componentes de la pieza arquitectónica.
Visto desde esta perspectiva, el debate modernista sobre función y forma se vuelve irrelevante y estéril. No prima la forma sobre la función, ni viceversa. La estética de la forma revela una arquitectura que cumple eficientemente con las funciones designadas; y no hay cómo lograr que algo que funcione bien tenga expresiones desagradables en su morfología.
Apliquemos entonces estos criterios al momento de revisar o de comprar una casa, un departamento, un local o una oficina.
Así como algunas modelos recurren a la desesperada maniobra de extraerse un par de costillas para lucirse físicamente atractivas, muchas edificaciones castigan severamente a sus interiores con tal de mantener el glamur de sus fachadas. Si en los interiores no predominan los ángulos rectos, esto es una señal de un espacio deficiente, que con el tiempo terminará estresando a sus ocupantes. Y nadie compra un inmueble para estresarse.
Confiemos en nuestro sentido de la estética. Es él quien nos dice si estamos frente a una arquitectura concebida de manera saludable. Eso sí: revisémosla desde todos los aspectos. No vaya a ser que nos pasen desapercibidas protuberancias ocultas. (O)