Al iniciar la escritura de esta columna se fue la luz en medio de una fuerte lluvia, así que encendí unas velas y empecé a recordar las veces que se iba la luz en mi niñez. Al principio alguien gritaba, luego se escuchaba la voz de mi mamá diciendo “tranquilos, solo se ha ido la luz, no se muevan, ya voy por ustedes”, y luego se aparecía con velas. Mi papá se unía y el centro de reunión era su dormitorio.
Recuerdo que primero mi padre decía que seguramente la luz volvería pronto, así que no había por qué temer, empezaba a preguntarnos por nuestro día y las cosas se ponían divertidas. Luego, si pasaba mucho tiempo y seguíamos a oscuras, empezábamos a contar historias, chistes o inventábamos cuentos de miedo. Esa costumbre la trasladé a mi época de madre con hijos pequeños, con la diferencia de que los hacía jugar a armar un cadáver exquisito, es decir, uno empezaba con una oración, el otro continuaba con otra y así íbamos hilvanando una historia que podía ser de lo más disparatada, graciosa o misteriosa según el ánimo de mis hijos. Muchas veces yo trataba de llevarlo a la cordura y coherencia, pero ellos desafiaban todas las reglas de la lógica y siempre terminaba en risas y chacota.
En contraste, creo que la oscuridad suele ser un generador de temores en los niños. Recuerdo que cuando era pequeña, tenía terror de bajar las escaleras a tomar agua en la noche, siempre sentí que algo oscuro habitaba ahí, aunque seguramente solo estaba en mi cabeza. A veces, lograba convencer a mi hermana para bajar juntas, así que lo hacíamos a toda velocidad mientras íbamos prendiendo las luces a nuestro paso, bebíamos y subíamos apagándolas nuevamente, mientras saltábamos de dos en dos los escalones con el corazón en la boca.
En otro orden, siento el viento golpear mi ventana trayendo gotas que ruedan perdidas, haciéndome recordar la época en la que mi casa era una extensión de la de mis abuelos y estábamos comunicados por un pasillo al que le caían dos chorros como cataratas donde me encantaba pararme a bailar mientras mi abuela o mi mamá se reían y luego me decían que entre a la casa a bañarme con agua caliente porque podía enfermar. Sin embargo, lamento no haber bailado bajo la lluvia con mis hijos, con el tiempo olvidé la diversión y me preocupé de lo aburrido.
En esa misma línea, vienen a mi mente las tardes de lluvia cuando mi abuela preparaba tortas y me convertía en su asistente, aunque yo metiera el dedo en la masa ante su primer descuido. De esta manera, creo que las mujeres de mi familia siempre se han encargado de volver luz los momentos de oscuridad, y permiten que fluya la diversión en tiempos de lluvia. Enseñan a coser las heridas y saben que el único hilo que nos mantiene unidas es el amor.
Finalmente, termino esta columna con recuerdos infantiles de días de lluvia, tal vez es momento de empezar a bailar bajo el agua que lava, limpia y elimina aquello que duele, mientras agradezco a las mujeres que me anteceden y celebro la vida de las que me rodean. Corolario, me quedo con la frase de Michelle Obama: “Cada cicatriz que tienes no es un recuerdo de que te hirieron, sino de que sobreviviste”. (O)