Por Miguel Hernández Terán
Sería ideal que a las principales autoridades del Estado antes de su ejercicio se les brinde una capacitación sobre conceptos jurídicos fundamentales, y en tal contexto se profundice sobre la responsabilidad del Estado por las acciones y omisiones de sus funcionarios y empleados en el ejercicio de sus funciones.
Con un buen manejo de tales conceptos no se cometerían cierto tipo de errores. Entremos en materia: la Constitución considera que el más alto deber del Estado consiste en respetar y hacer respetar los derechos humanos que ella garantiza.
A nivel supranacional la Convención Americana de Derechos Humanos determina en el artículo 1.1. que “los Estados Partes en esta Convención se comprometen a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción…”.
En el caso de la “Masacre de Mapiripán” versus Colombia, en el párrafo 107, la Corte Interamericana de Derechos Humanos señaló, respecto de tal artículo 1.1., que “dicho artículo pone a cargo de los Estados Partes los deberes fundamentales de respeto y de garantía, de tal modo que todo menoscabo a los derechos humanos reconocidos en la Convención que pueda ser atribuido, según las reglas del Derecho Internacional, a la acción u omisión de cualquier autoridad pública, constituye un hecho imputable al Estado que compromete su responsabilidad en los términos previstos por la misma Convención”.
Mientras, el artículo 44 de la Constitución ecuatoriana reconoce el dogma del “interés superior del niño” y consagra que sus derechos “prevalecerán sobre los de las demás personas”.
Si lo expuesto es tan claro y evidente, y sabemos todos ahora que el malhadado COVID-19 también ataca a los niños y jóvenes, y que las unidades de cuidado intensivo están colapsadas, ¿cómo es posible que se ponga en riesgo a los niños programando y ejecutando su “regreso a clases” presenciales, a sabiendas de que el COVID-19 es una enfermedad mortal que se transmite con facilidad?
Ya me parece leer una sentencia de la Corte Interamericana condenando al Ecuador por la muerte de niños, niñas y adolescentes a causa del coronavirus contagiado por su “regreso a clases” presenciales. No hace falta ser un genio de la lógica para prever que ese regreso contagiará niños, con desenlaces que solo Dios sabe. No hay dinero ni ventaja alguna que pueda compensar la pérdida de un niño. Aparte de que quien autorice el retorno a clases presenciales de los niños tendrá que devolver los valores que el Estado pague como indemnización por los daños causados por la barbaridad de dicho retorno, es posible que también tenga que responder penalmente, pues la autorización del “regreso a clases” presenciales se hace con conciencia y voluntad, a sabiendas de que quien se contagia puede morir, máxime si es frágil. Los arrepentimientos no servirán. La responsabilidad esperará pacientemente a los culpables. Y posiblemente la cárcel también. Sin duda, habrá responsabilidad institucional y personal. (O)