Cada año esperamos la Navidad que llega con su habitual coreografía de luces, villancicos y un optimismo casi obligatorio. Es un tiempo de alegría, regocijo, compartir con seres queridos momentos inolvidables. Sin embargo, detrás del papel de regalo, se esconde una realidad silenciosa, pero punzante: la creciente dureza del corazón en una sociedad que, paradójicamente, celebra el nacimiento de Jesús.

¿Qué es la dureza del corazón en tiempos de fiesta? No es la ausencia de sentimientos, sino el exceso de blindaje. Vivimos en una era de “hiperconexión” digital que, irónicamente, nos ha vuelto más distantes como si estuviéramos en modo automático. Nos hemos acostumbrado a deslizar el dedo sobre tragedias ajenas en el celular con la misma indiferencia con la que pasamos un anuncio publicitario. En Navidad esta anestesia emocional se vuelve más evidente y nosotros más despreocupados e inconscientes del resto.

El corazón se endurece cuando la tradición se convierte en trámite. Cuando la cena de Nochebuena es solo un ejercicio de etiqueta y no un espacio de perdón o escucha abierta. Cuando preferimos regalar objetos para evitar regalar tiempo o cuando nuestra caridad se limita a una moneda de cambio para mitigar la culpa, sin mirar el dolor en los ojos a quien la recibe.

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En el silencio de la Navidad, el Niño Dios eligió la fragilidad de un recién nacido para manifestarse y redimirnos. No había castillos ni armaduras, solo piel, paja y estrellas. Ese mensaje original nos enseña que la verdadera conexión ocurre cuando nos permitimos ser vulnerables y abrir nuestros corazones hacia los demás. Pero hoy, el hombre moderno parece temer a esa vulnerabilidad. Hemos endurecido el corazón para protegernos del dolor, de la incertidumbre y del prójimo, olvidando que un corazón frío que no siente es también un corazón que no puede recibir la gracia.

Esta “esclerosis espiritual” suele ser un mecanismo de defensa. El mundo es convulso y el dolor ajeno abruma; por eso, muchos optan por levantar muros. Pero por el riesgo de proteger tanto el corazón es que terminamos acostumbrándonos a vivir escondidos en una fortaleza fría y sin sentido. A poco tiempo de que llegue el invierno, no permitamos que se instale en lo más profundo de nuestros corazones.

La Navidad, en su esencia más pura –más allá de cenas y consumismo–, es un llamado a la vulnerabilidad. Es el recordatorio de que la humanidad solo florece cuando somos capaces de ser luz y conmovernos por el otro. Por tal motivo que el desafío de este diciembre es romper la herida del egoísmo y la indiferencia. Atreverse a reconciliarse con ese familiar olvidado, a perdonar a aquellos que nos han hecho daño, ayudar a aquellos que nos necesitan y escuchar y tener compasión del que sufre.

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Que estas fiestas no pasen desapercibidas como una fecha más en el calendario, sino como la oportunidad de ablandar lo que la rutina ha endurecido. Al final del día, el regalo más valioso que podemos ofrecer no tiene precio, pero es el más valioso. Que nuestra mayor satisfacción no sea la que recibimos, sino la que logramos transformar dentro de nosotros. Que aprendamos a ser imagen y semejanza de Jesús, quién nos enseñó que la suavidad no es debilidad, sino la mayor fuerza que existe. Al final del día, el pesebre más hermoso no es el que adornamos con figuras de porcelana, sino aquel corazón que, a pesar de las heridas, elige volver a amar, volver a confiar y, sobre todo, volver a sentir. (O)

Julián Barragán Rovira, magíster en Management Estratégico, Guayaquil