En suelo morreño aún florece el guayacán, árbol de madera fuerte, que colma vastas extensiones y cuya tala indiscriminada en épocas pasadas, debido a la construcción de muebles, viviendas, templos como el nuestro, despojó de este elemento de la vegetación a una de sus más resistentes especies.

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Una reserva de guayacanes “sobrevive” en el Cerro del Muerto y su florecimiento se da por lo general a finales del mes de enero, con las primeras lluvias. Durante cinco días permanecen las flores, cual campanas amarillas vivaces iluminando sus oscuros troncos agrietados, al cabo de ese tiempo caen para alfombrar suelo rocoso, es un paisaje encantador que cautiva.

Sus testimonios son la prueba de que la conexión ancestral con la tierra los llenó de luz.

Su simbolismo, como en la novela del esmeraldeño Nelson Estupiñán, Cuando los guayacanes florecían, me hace pensar en la suerte de estos árboles de la vida y en lo que representan, su lento crecimiento lleno de paciencia soportando el tiempo de sequía, el intenso sol y calor, sus raíces profundas son como una red para el movimiento pasivo del agua.

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En más de una ocasión escuché con atención a los saberes de los abuelos, transmitidos de padres a hijos, o a través de otros mayores. Sus testimonios son la prueba de que la conexión ancestral con la tierra los llenó de luz. A pesar de que muchos abuelos ya no están entre nosotros, su presencia se puede sentir.

Decían los abuelos: “si ves un guayacán dos veces florecer, mal invierno vamos a tener”. Inesperadamente han vuelto a florecer, en medio del anuncio del fenómeno climático de El Niño y las consecuencias de copiosas lluvias, nos devuelve la esperanza ese conocimiento de que sea leve y moderado, que llegue la lluvia a devolver la productividad de los campos, a generar su ciclo en los ecosistemas que necesitan refrescar el suelo y que vuelvan a fructificar los guayacanes. (O)

Lorgia Roxana Vega De La Torre, parroquia El Morro