A media mañana mi cuerpo me pide salir a la cafetería más cercana a saborear un buen espresso. En mi viaje a Roma lo conocí de cerca, en una de esas callejuelas del barrio del Trastévere; un chute de energía que fue bien recibido en mi estado de ánimo en ese momento de rastreador del románico. Así lo vengo haciendo desde entonces, con la ventaja añadida de poder relacionarme con los clientes que frecuentan el local al que acudo (además de los que lo regentan) que ya pueden ser de cualquier lugar del mundo. Llama la atención que un sorbo de café dé para tanto; no olvidando todo lo que rodea a este ritual, la taza, la espuma, el olor penetrante del café y el sabor amargo y estoico a la vez. Las calles de Roma rezumaban arte, historia y aroma a café. (O)
Jesús Sánchez-Ajofrín Reverte, Albacete, España