“Si hubiese un pueblo de dioses, estos se gobernarían democráticamente, pero un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”. J.J. Rousseau

Quiso Rousseau resaltar con esta frase la magnitud de las demandas que impone a los hombres un sistema político tan perfecto como la democracia, pues requiere de virtudes que parecen no estar al alcance de todos los seres humanos.

En cierto sentido tiene razón: la democracia demanda, más que cualquier otro sistema político, grandes virtudes ciudadanas. Ser un demócrata es una tarea exigente que requiere de formación continua, perseverancia y dedicación.

Sin embargo, se equivocó rotundamente Rousseau al reservarla exclusivamente para seres puros e inmaculados, libres de las pasiones que seducen al espíritu humano.

La idea fundacional de la democracia es la creencia en que los hombres podemos gobernarnos a nosotros mismos. Que todos, a pesar de las grandes diferencias que nos separan, tenemos la capacidad de guiar nuestras propias vidas tanto individual como colectivamente. Es el reconocimiento de que no existe un grupo de hombres con cualidades superiores para quienes se reserve el exclusivo derecho de gobernar.

Este reconocimiento tiene consecuencias imposibles de evadir. La primera y más importante es que la democracia se encuentra atada a los designios de seres imperfectos, y que por tanto no es infalible. Aunque, irónica y afortunadamente ha demostrado ser el sistema político que genera el mejor desempeño en materia de políticas públicas, su buen desempeño es más una consecuencia fortuita de su diseño institucional, que una meta intrínseca.

El objetivo central de la democracia no es producir los mejores resultados. Estando continuamente sujeta a la falibilidad humana, la democracia es en realidad el sistema político que admite e incorpora el error como parte de su esencia. Equivocarse, elegir los peores gobernantes para luego echarlos. Tomar decisiones, implementarlas, evaluarlas, mejorarlas y, de ser necesario, sustituirlas. Son acciones únicamente posibles en democracia, pues su institucionalidad está diseñada precisamente para someterse a los erráticos designios de seres falibles.

La democracia es el reconocimiento de que la búsqueda de la libertad, la justicia e incluso la verdad está atada siempre a esa inmensa capacidad humana de errar. Lo contrario, la visión de infalibilidad de los gobernantes es lo propio de los autoritarismos. La verdad no es democrática, no necesita dialogar sino imponerse e iluminar a quienes, segados por la ignorancia no logran distinguirla.

No se trata, sin embargo, de una oda a la estupidez. Reconocer el error como esencia de la democracia implica la necesidad de protegerse contra las equivocaciones más graves. Y nada más grave que aquello que nos condena eternamente. Nada puede, en consecuencia, ser definitivo salvo la protección de nuestras propias limitaciones. Protección que toma en la actualidad la forma de mecanismos institucionales para preservar nuestras propias imperfecciones: los Derechos Humanos.

Tan grave como los errores eternos, es la permanencia reiterada en un mismo error. Puesto que somos seres falibles, toda decisión debe ser analizada y evaluada. Pero el error tiende a encubrirse a sí mismo. Por ello es indispensable cambiar periódicamente de gobierno, pues una evaluación imparcial y libre de obstáculos es solo posible cuando los gobernantes han dejado el poder.

El principio de la alternancia cumple así una doble función. Por un lado, nos protege de permanecer durante mucho tiempo cometiendo un mismo error, por el otro, nos permite identificar con claridad errores -y aciertos- cometidos.

Así, concebir la democracia sobre seres imperfectos y falibles la convierte en el único sistema político que garantiza simultáneamente el derecho a cometer errores y las instituciones para corregirlos. (O)