La pandemia nos tiene asustados, molestos. La humanidad ha pasado de la impavidez de una rutina amorfa a una incertidumbre galopante.

Nuestras normas de ‘urbanidad y aseo’, aprendidas en el hogar y reforzadas en la escuela, se han visto forzadas a cambiar por la irrupción de inusitadas circunstancias. Urge defender la vida y no ponerla en riesgo, motivo más que suficiente para una autodisciplina ‘forzada’. Todo esto un buen día será historia porque llegarán las vacunas y con ellas quizá un nuevo estilo de vida, con nuevos horizontes y en consecuencia con un nuevo manual de ‘aseo y urbanidad’. Quedará, sin embargo, una tarea pendiente: qué valores humanos deban salvarse a toda costa y qué nuevos valores deban ser incorporados a la historia de la humanidad.

En abril y mayo, en esta columna, manifesté que en Ecuador la corrupción es más dañina que el coronavirus. Hoy vuelvo a ratificarlo: la corrupción es una pandemia que ha minado nuestra escala de valores, ha desquiciado nuestras mentes y borrado toda posibilidad de erradicarla porque mal pueden los felices corruptos asesinar a su madre. Si nuestros cuerpos salen airosos y protegidos de posibles contagios, ¿qué pasará con el alma de los ecuatorianos?

Hace setenta años Ayn Rand, escritora americana, nacida en Rusia, escribió en La rebelión de Atlas (1950): “Cuando adviertas que para producir necesitas la autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes trafican no con bienes sino con favores; cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y las influencias más que por el trabajo, y que las leyes no te protegen contra ellos sino que, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti; cuando repares en que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un sacrificio personal, entonces podrás afirmar sin temor a equivocarte que tu sociedad está condenada”.

Los males descritos por Rand parecen ser el resultado de un estudio a nuestro pueblo, con un agravante: la corrupción se ha diseminado tanto entre nosotros que deja ya de sorprendernos: muchos ciudadanos la consideran normal, un camino idóneo de progreso, nada contrario a una forma correcta de obrar. Por encima de esta interpretación general, a diario somos testigos del tráfico de influencias, el mercadeo de favores, la oleada de nuevos ricos que surgen a través de sobornos y acciones al margen de la ley.

He mencionado estos meses que la corrupción está aupada por leyes especialmente creadas para protegerla y darle larga vida, porque si todo el andamiaje legal de la nación parte de principios erróneos es obvio que a nadie puede sorprender el triunfo del mal, la victoria de los delincuentes, el desparpajo de los corruptos, el entontecimiento de todo un pueblo.

‘La vida es tan buena maestra que si no aprendes la lección te la repite’, A. A. (O)