Cuando escuché a Deepak Chopra advertir que el planeta Tierra podría extinguirse pensé que era una predicción para el tercer milenio. En entrevista con A. Oppenheimer, el gurú de la meditación trascendental afirmaba, en noviembre pasado, que hemos fracasado como experimento humano y presentaba indicadores para sustentarlo: calentamiento global, alimentos envenenados, egos encapsulados, corrupción generalizada, gobiernos mafiosos, degradación moral y ética, falta de compasión, inequidad extrema.

Pocos meses después, las noticias que recibíamos nos dejaban atónitos. Un virus, que produce la enfermedad COVID-19, había llegado a nuestro territorio para quedarse. Un miedo anudado a otros miedos, como punto de capitón, flotaba inasible por doquier. Nos preguntábamos cómo era posible que una sopa de murciélago hubiera podido desencadenar una pandemia de dimensiones insospechadas a nivel universal. Nos costaba asimilar el ‘efecto mariposa’ en todo su esplendor. Nunca antes una tragedia había sido tan total. Nunca tan universal el estupor. Nunca tan generalizada la angustia. Nunca tan semejante la fragilidad. Nunca tan cercana la desconfianza. Nunca tan elusivo el destino. Nunca tan incierto el porvenir. Un desastre que pondría fin a todos los desastres, anticipaba Z. Bauman: “Una catástrofe que no dejaría ningún ser humano tras de sí para documentarla, para reflexionar sobre ella ni para extraer lección alguna de la misma”.

Escribo estas líneas cuando la Asamblea se encuentra en pleno debate sobre las leyes de Apoyo Humanitario y Ordenamiento de las Finanzas Públicas, y no está muy claro cuál será el desenlace. Mientras tanto, el Gobierno ha informado que el estado de excepción se extenderá hasta el 16 de junio. También se nos ha notificado que de la fase de aislamiento obligatorio hemos pasado al distanciamiento social, y con esto, a una ‘nueva normalidad’. Sin entrar a cuestionar tal definición, presento unas pocas reflexiones sobre lo que podría caracterizarla, según algunos pensadores modernos.

En la opinión del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, nos encaminamos hacia un ‘feudalismo digital’, donde todos podríamos ser esculcados en forma permanente. Según Han, Occidente aceptará que la protegida esfera privada es justamente lo que ofrece refugio al virus. Pero reconocerlo significaría el fin del liberalismo: “Los asiáticos están combatiendo el virus con un rigor y una disciplina que para los europeos [y los latinoamericanos, agrego] resulta inconcebible”.

Para Han, en Asia impera al colectivismo con fuerte tendencia a la disciplina, por lo cual las medidas radicales no son percibidas como restricción de los derechos individuales sino como cumplimiento de los deberes ciudadanos. Él se pregunta si corremos el riesgo de volvernos una sociedad de cuarentena bio-política que restrinja de manera importante nuestra libertad. Y es que la solidaridad que se mide en guardar la distancia o usar la mascarilla –explica– no es de aquellas que nos haga soñar con una sociedad distinta; no se trata precisamente de una revolución. Sin embargo, Han es optimista en el sentido de que somos nosotros quienes podemos repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo para cuidar mejor de nuestro hermoso planeta y quienes lo habitan.

Ciertamente, los tiempos de coronavirus son oportunos para abrirnos a las realidades de otros. Es urgente volver a las ‘grandes preguntas’, sugiere la filósofa humanista M. Nussbaum: ¿Qué es una buena vida? ¿Qué es la justicia hacia los demás? ¿Qué es una sociedad justa?

No es casual que J. N. Harari, otro ensayista contemporáneo, haya expresado recientemente que la pandemia es la tapadera perfecta para un golpe de Estado: “los gobernantes obligan a sus habitantes a ponerse un brazalete biométrico (…) el Gobierno dice que es posible que venga una segunda oleada, que es muy útil durante la temporada de gripe, que mejor hay que seguir llevándolo. Ese es el peligro”. Ser objeto de vigilancia social. Pero Harari también vislumbra la opción de un gran acuerdo mundial para hacerle frente a la pandemia, ya que es la falta de unidad, más que el virus, el problema real.

Si pensamos que estas advertencias resultan lejanas, recordemos que el rastreo a las personas infectadas por el COVOID-19 se ha hecho a través de aplicaciones en teléfonos celulares. A futuro, ¿cuánta libertad estaríamos dispuestos a perder para obtener seguridad? ¿Alguien contará “érase una vez un planeta”, o como afirma Harari, simplemente seremos partícipes del normal discurrir de la historia? (O)

A futuro, ¿cuánta libertad estaríamos dispuestos a perder para obtener seguridad?