En momentos como estos, los seres humanos buscamos a quien cargar las responsabilidades de una circunstancia que nos sacó de nuestra normalidad. Es una manera fácil, hasta diría natural, de encontrar en el otro algo que probablemente sea nuestro. Para un gobernante irresponsable (que no pondera ni valora su cargo) la construcción de la idea conspiraticia es la ideal; así, el “virus chino” es un recurso válido para desde ahí elaborar el discurso de un país que por razones del COVID-19 tiene todas las posibilidades de perder su imperio comercial que estaba en construcción. Los chinos contraatacan afirmando que fueron los soldados norteamericanos los que llevaron a unas olimpiadas militares –que cosa tan extraña como misteriosa– que tuvo lugar en Wuhan en octubre de 2019 en el epicentro de la pandemia. Esto está en línea con la “gripe española”, que se cargó más de 50 millones de muertos en 1918, y los que menos responsabilidad tuvieron fueron los ibéricos. Se supo después que fueron soldados norteamericanos de Kansas quienes la llevaron y diseminaron en las trincheras de Bélgica en la Primera Guerra Mundial. Ahora, entre el murciélago y el científico que fue al mercado está una parte del relato que no necesariamente busque otra cosa que construir el discurso oficial de los culpables.

A nivel local están los que se asustaron temprano y cerraron todas sus fronteras, como Paraguay, acostumbrado a vivir en esa condición desde sus tiempos iniciales de República, y los coreanos del norte que escondieron a su líder por tres semanas mientras corrían los rumores de su muerte, casi siempre aprovechados para purgar a los infieles o conspiradores. Están los que subestimaron al virus, como el primer ministro inglés que, debatiéndose entre la vida y la muerte por causa del virus, sobrevive y en agradecimiento a sus cuidadores llama con sus nombres al hijo nacido en medio de su tragedia y la de su país. Trump está tan perdido que ya ni sabe de lo que se trata el problema, mientras las cifras superan los números trágicos de Vietnam, que aún despues de muchos años los norteamericanos los lloran en un muro erigido en el mall de Washington. Ha dejado de hablar a la prensa por la cantidad de disparates que lanza y que hunde más su imposible reelección de noviembre. Bolsonaro, envuelto en escándalos con su exministro de justicia Moro, que ahora está dispuesto a echarlo de la presidencia, y por los actuales números de muertos que terminaron con su secretario de salud. Está tan perdido, que sus escasos seguidores le piden el cierre del Congreso y de la Corte Suprema y que instaure una dictadura militar. Los uniformados le recordaron que son otros tiempos y que su delirio es inadmisible. Es más probable que acabe como Joao Goulart que como un líder golpista triunfante.

La COVID-19 ha moderado el carácter y la personalidad de varios líderes mundiales exhibiendo su desnudez ante una ciudadanía desbordada por el miedo y la angustia. Ha mostrado las limitaciones del conocimiento humano, las grandes desigualdades, el consumo desmesurado, la crisis medioambiental y ha expuesto las llagas de la codicia como nunca antes se habían conocido.

Sin culpas no hay pecado, es la construcción teológica del relato del ser humano. Sólo que aquí somos todos culpables por acción u omisión en este “valle de lágrimas”, como reza esa oración católica tan popular en los tiempos de la “gripe española” y ahora. Es el tiempo de la admisión, la penitencia y la reparación. Si la asumimos habrá sido una gran lección para todos, sin lugar a dudas. (O)