Nos alegramos con la posibilidad de que el encierro vaya llegando a su fin. Porque en el fondo pensamos que es el fin de una enfermedad, de una pandemia, de una angustia colectiva. Nos dicen y nos previenen que no es así, pero los rostros se iluminan con la posibilidad de no tener que despedir a ningún ser querido más, de poder trabajar aun cuando los empleos escaseen.
Personalmente, de las diferentes noticias sobre el origen humano de la pandemia, lo que me inclino a pensar sin ser experta en la materia, me sobrecoge, me conmueve, me desanima. Que los seres humanos más preparados, porque serían investigadores, sean capaces de inventar maneras de enfermar a otros, me resulta incomprensible. O que un descuido deje escapar un virus, muestra la fragilidad de nuestras seguridades y los imponderables que pueden hacer tambalear la salud de millones y las economías mundiales.
En tanto, las noticias de las personas que buscan a sus familiares fallecidos, las fotos de cuerpos tratados como cosas, como paquetes, me dejan estupefacta.
El maltratar los cuerpos es faltar el respeto a lo que somos o lo que fuimos. Me resulta desolador.
Esos cuerpos nuestros tan lejanos y tan cercanos, cuerpos que maltratamos y muchas veces ignoramos, cuerpos expresión visible de nuestras almas, de lo que somos y en lo que nos vamos transformando. Cuerpos muchas veces convertidos en mercancía, en máquinas, en objetos de exhibición. Ellos son nuestro medio de comunicación por excelencia y a la vez los que con frecuencia la impiden.
Cuerpos queridos y odiados, Cuerpos con los que amamos y somos amados. Cuerpos transformados a veces en cárceles, cuando la enfermedad o alguna discapacidad impide su despliegue en plenitud, cuerpos que expresan el amor con los ojos, las manos, la sonrisa, todo el ser. Cuerpos capaces de dar y engendrar vida. Cuerpos limitados y a la vez infinitos, cuerpos que llevan en sí toda la historia de la creación, en nuestras células se oculta el big bang inicial.
“Cada uno de nosotros tiene la edad del universo, que son 13 730 millones de años. Todos estábamos virtualmente juntos en aquel puntito más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero repleto de energía y de materia. Ocurrió la gran explosión y generó las enormes estrellas rojas dentro de las cuales se formaron todos los elementos físico-químicos que componen el universo y todos los seres que lo forman. Somos hijos e hijas de las estrellas y del polvo cósmico. Somos también la porción de la Tierra viva que ha llegado a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Por nosotros la Tierra y el universo sienten que forman un gran Todo. Y nosotros podemos desarrollar la conciencia de esa pertenencia”. Amo ese texto de Leonardo Boff.
Nada es más misterioso que el espesor de nuestro propio cuerpo. Por eso, aunque las personas hayan dejado de existir en esta realidad en la que estamos, los cuerpos hay que tratarlos con amor, respeto y dignidad.
(O)