Esta frase la escribió Ramiro Laso, decano de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad del Azuay, como título de su informe de actividades del año 2019, en cuyo prólogo, citando al filósofo francés Castel, reflexiona sobre el rol de la educación en el presente y en el porvenir. Sostiene que toda acción humana requiere de una clara perspectiva del fin como momento inexorable de cualquier proceso vital y que ese nivel de conciencia debe ser cultivado a través de la educación, pues solamente desde la certeza de la finitud es posible encontrar las mejores opciones que contribuyan en la búsqueda de una supervivencia digna.

Es una posición de esperanza y de exigencia moral para hacer lo mejor posible en el crítico escenario de estos tiempos… anteriores al fin de los tiempos. Es una expresión que sostiene que podemos ser conscientes de nuestra presencia en el mundo y de los efectos que causamos en los otros y en el entorno. Es un llamado a la educación para desarrollar empatía que exige el cuidado de toda acción y omisión en una suerte de autoanálisis permanente que nos permite comprender que somos parte del todo y, que lo que pasa y pasará, tiene que ver con lo que hacemos y dejamos de hacer. Nuestros tiempos son el preludio, oscuro y dramático, del inevitable fin de formas de vida social basadas en el egoísmo y en la ciega búsqueda del poder.

Mucho antes de que las sociedades fueran capaces de implementar las depuradas formas de vida colectiva contemporáneas, algunos pensadores las concibieron como posibles. Moro con su obra Utopía, en el siglo XV, o Campanella y su Ciudad del Sol, en el XVII, contribuyeron al advenimiento de sistemas institucionalizados que organizaron sociedades. Lo que hoy acontece también ha sido vaticinado, en este caso en novelas como El mundo feliz, de Huxley; Ensayo sobre la ceguera, de Saramago; o La carretera, de McCarthy; quienes, cada uno desde su enfoque, describen escenarios asolados por el egtoísmo y la crisis instalada. La clarividencia, en esta ocasión, vino de la literatura.

Es que las insostenibles formas de vida imperantes están íntimamente conectadas con la devastación de la naturaleza, arrasada por la humanidad que destruye bosques, animales, insectos y también el cielo. El disfrute de la belleza y de la riqueza, aspiración de todos, ha sido alcanzado a ese precio, por los poderosos del mundo que han explotado los recursos de los otros para su beneficio propio y excluyente. Quienes están al margen de esa posibilidad –la mayoría– cuando el sistema social-natural se resquebraja, que sucede cada vez con mayor frecuencia, lo hacen violenta y desenfrenadamente, como aquellos lo hicieron siempre, claro, a su manera.

Así, la conciencia lúcida del estado de decadencia que vivimos y la perspectiva implacable del fin de los tiempos, podrían llevarnos a comprender la impostergable necesidad de cambiar las formas vigentes de convivencia planetaria y también el valor de una ética personal que cuide la fragilidad y la precariedad. De esta forma cumpliríamos con nuestra tarea, en el humanísimo y enternecedor intento de unos cuantos por prolongar la vida… un poco más. (O)