El origen de los refranes se relaciona con la vida cotidiana de los pueblos. No se construyen académicamente desde la voluntad aplicada ni se validan por el cumplimiento de indicadores formulados con antelación. No se presentan en formatos universitarios ni requieren ensayos escritos o tesis redactadas… tampoco columnas de opinión. Dan cuenta del criterio popular respecto a ciertas formas de vida, enalteciéndolas, criticándolas o condenándolas. Representan una especie de quintaesencia de formas de sabiduría espontánea y colectiva. Son verdaderas sentencias populares que nos representan en nuestras aspiraciones y también en nuestros rechazos. Su vigencia se da por la pertinencia de su enfoque. Se adaptan a toda situación y tienen vida renovada cada vez que se los utiliza e interpreta. Representan lo construido culturalmente por formas civilizatorias asumidas históricamente.

En la contemporaneidad los seguimos utilizando y su precisión afinada y lapidaria es asumida colectivamente por las sociedades, pero como antes y como siempre, muchas personas actúan en los márgenes de esas máximas y se regodean en un disenso desafiante y burlón. Siempre ha sido así, solamente que hoy, porque esas prácticas son difundidas virtualmente, podemos pensar que son conductas generalizadas. Tenemos más paredes para escribir y muros para manchar con criterios que van en contra de lo tradicionalmente aceptado y expresado en refranes y aforismos, pues esos espacios no son físicos y delimitados sino inconmensurablemente digitales. Quienes antes medraban en la oscuridad para expresarse, hoy lo hacen alegremente en los muros informáticos de las redes sociales, porque las posibilidades de expresión son mayores que nunca.

Si esas prácticas diarias fueran correctas –probablemente con renovado empuje por parte de sus actores– esas actitudes y criterios podrían convertirse en nuevos refranes que recibirían la aceptación social por representarnos a todos; pero no lo son, pues de serlo estaríamos en el umbral de verdades diferentes sobre conductas a seguir. Los representantes más virulentos de esas prácticas y sus leales seguidores pueden, vanamente, esforzarse cada vez más para que sus puntos de vista sean asumidos definitivamente por todos. Si ese activismo fuera suficiente, pronto podríamos identificarnos con refranes como ‘insulta y serás ensalzado’, ‘alabanza en boca propia es virtud’ y con otras expresiones que recojan lo que ellos hacen con necedad y desparpajo. Sin embargo, esa probabilidad no se vislumbra como posible, porque esas burdas conductas, pese al griterío insolente de sus actores, son siempre marginales.

Aún tienen validez refranes que condenan el desprecio a la modestia y otras conductas de esa laya, como ‘el burro adelante’ o ‘alabanza en boca propia es vituperio’. Pese al incesante quehacer de insultadores y fatuos en paredes y muros digitales, todavía el refrán que califica al autoelogio y a la autocalificación como vergonzosos tiene vigencia y es el espejo en el cual muchos podrían mirarse. Para que esa máxima deje de tener valor y sea reemplazada por otra que diga ‘soy en tanto me autodefino y alabo’, falta todo, pues sabemos culturalmente que quienes alardean de algo son los que no lo tienen. Concluyo esta columna, fuera de la línea de argumentación prevista, recurriendo a otro refrán… ‘dime de lo que presumes y te diré de lo que careces’. (O)