Estamos próximos a festejar la Navidad. Como siempre la locura de estas fechas lo inunda todo, ajetreos, ofertas, descuentos, pagos diferidos, “papanoeles” aterrizando entre multicolor pirotecnia. Almacenes y calles están congestionados; el malgenio es el factor común; las calles parecen autopistas con conductores estresados que insultan a peatones o a conductores “lentos”. Nos volvemos desagradables con los desconocidos y, paradójicamente, también con los conocidos, con aquellos cercanos… aquellos para quienes buscamos un regalo.
“El espíritu navideño” ha llegado. Ese espíritu que nuestra sociedad ha establecido como tal; nos invaden las locas ansias por ofrecer a nuestros seres queridos ese regalo soñado confiando en que entonces seremos todos felices; no importará cuánto nos endeudemos, ni que pasemos el siguiente año pagando las deudas; si ese ser querido es feliz y, por tanto, nosotros, el sacrificio valdrá la pena.
Cenaremos, haremos plegarias, tomaremos fotos para subirlas en redes sociales, así todos serán testigos de nuestra felicidad. Es un mundo ideal, lo triste en muchos casos es que luego, similar al cuento de la cenicienta en el que al tocar las campanadas de la medianoche todo pierde su encanto, los conflictos, los resentimientos, lo no dicho o no perdonado, nuestras frustraciones, resurgen para corroer nuestra frágil felicidad.
Estos tiempos deberían ser de introspección, de mirar hacia nuestro interior dejando nuestros egos de lado para dar el primer paso y no esperar a que sea el otro que lo haga; dejar de juzgar; dejar de querer tener la razón. Tiempos de ofrecer los mejores regalos que se puedan dar a quien se quiere: tiempo, paciencia, comprensión, perdón. Aprovechar cada instante para dar y expresar afecto a nuestros seres queridos sin asumir erróneamente que ya lo saben. Proponernos ser mejores seres humanos. Que el amor sea la guía en nuestras relaciones; que deje de ser una palabra manoseada por el comercio para fluir como esa energía real y maravillosa que emane desde nuestro interior y sea sentida por aquellos que nos rodean, conocidos o desconocidos. Demos abrazos sinceros, aquellos que convierten los segundos en momentos mágicos. Regalemos sonrisas francas y no muecas diplomáticas. No desperdiciemos nuestro valioso tiempo en lo que no vale la pena. El momento presente es lo único que tenemos, dejemos de envenenarlo recordando lo que nos hicieron, lo que nos faltó, lo que hicimos mal o lo que dejamos de hacer, o de intranquilizarlo por los miedos a un futuro inexistente.
Es más fácil escribirlo que convertirlo en una filosofía de vida. Requerimos de esfuerzo y perseverancia para que la introspección, esa observación y análisis interior, nos permita conocernos mejor, interpretar nuestras emociones y mantener una vida equilibrada, mejorándonos un poco cada día. Nuestras familias, amigos, nuestro planeta, nos necesitan más humanos.
Comencemos en estas fechas siendo ejemplo ante nuestros niños y jóvenes; erradiquemos el teléfono, que parece haberse convertido en un apéndice de nuestro cuerpo, enseñémosles a conversar, a escuchar, a sentir, a solidarizarse, a amar, a vivir la verdadera Navidad.
“El amor es paciente, bondadoso, no tiene envidia; no es jactancioso, ni arrogante, no busca lo suyo, no se irrita. El amor nunca deja de ser”. 1 Corinthios 13:4-5.
(O)