Hace cincuenta años, en marzo de 1969, en una carta dirigida al poeta cubano Roberto Fernández Retamar, el novelista peruano Mario Vargas Llosa sostenía que “un escritor que renuncia a pensar por su cuenta, a disentir y a opinar en voz alta, ya no es un escritor sino un ventrílocuo”. Lo dijo a propósito de las disputas dentro de la intelectualidad latinoamericana por la adhesión de Fidel Castro a la invasión soviética en Checoslovaquia. Vargas Llosa aclaró que su postura no era “la de un incondicional que hace suya de manera automática todas las posiciones adoptadas en todos los asuntos por el poder revolucionario”.
Eran tiempos en que los latinoamericanos experimentamos como nuestra la Revolución cubana porque, según Rafael Rojas, en su libro La polis literaria: el boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría (México, Taurus, 2018), aquella “fue la mayor conexión de América Latina y el Caribe con la Guerra Fría y su impacto en el hemisferio fue necesariamente polarizador”. Entre nosotros la Guerra Fría se palpó sobre todo en la esfera de la cultura en la que las polémicas culturales estuvieron también determinadas por luchas políticas intercontinentales más amplias. Revolución y dictadura fueron términos que se emplearon con frecuencia.
El libro de Rojas, elaborado a partir de las cartas que los escritores se dirigieron entre sí (“el epistolario como fuente de la historia intelectual”), es revelador porque establece que en Cuba se desautorizaron los proyectos literarios experimentales y vanguardistas porque, al considerar la literatura como un arma de la revolución, en la isla se propugnaba una noción instrumental y realista de la escritura. Esto fue crucial porque los escritores más llamativos del boom eran casi todos novelistas. El proyecto estatal cubano de someter la literatura se desarrolló no sin problemas: basta ver la larguísima lista de escritores cubanos disidentes.
Los temas que trajo este debate se articularon alrededor de los conceptos de revolución, autoritarismo, democracia, libertad de pensamiento. Al mexicano Carlos Fuentes le preocupaba que la Guerra Fría no era una lucha entre el infierno y el paraíso, sino entre dos infiernos, el de la ‘tecnocracia hipercapitalista’ y el de la ‘burocracia subsocialista’. El argentino Julio Cortázar logró mantener su simpatía por las revoluciones y su defensa de la soberanía estética del escritor, incluso la elección de dónde vivir, pues para él era tan importante una revolución social como una revolución de la literatura que descolonizara las culturas del continente.
El libro de Rafael Rojas comprueba que el debate acerca de la responsabilidad de los intelectuales no ha terminado, a pesar de que la Guerra Fría ya pasó. Cuesta pensar cómo la defensa de una autonomía estética y de un cosmopolitismo literario fue prácticamente intolerable para la dirigencia intelectual cubana, que abogaba por una militancia revolucionaria del escritor. La postura de Vargas Llosa puso de relieve la tensión entre ser fiel a una determinada concepción ideológica o a una vocación basada en una irrestricta libertad para decirlo todo. Y queda claro que el de la literatura es un territorio disputado tanto por el poder político como por el poder personal de cada autor.
(O)