Lo más llamativo de la campaña a la Alcaldía de Quito ha sido el eslogan lanzado a través de las radios por el desconocido candidato Patricio Guayaquil: “Si quieres que Quito cambie, vota por Guayaquil”, dice su propaganda. Ingeniosa y a la vez paradójica porque hace jugar su apellido con una percepción largamente generada entre los quiteños: la idea de que el modelo municipal de Guayaquil modernizó la ciudad, tiene una estructura eficiente, funciona bien y generó un sentido identitario fuerte. La imagen positiva de Guayaquil contrasta con una sensación general de los quiteños frente a su municipio: espesamente burocrático, ineficiente, desconectado de las lógicas modernizadoras de la ciudad, extraviado de los referentes culturales de la identidad quiteña, y con sus concejales engrilletados. Y es paradójica porque describe un cambio profundo en la historia de las dos ciudades en los últimos 30 años: hasta la década de los 80 del siglo pasado se tenía al municipio capitalino como referente de eficiencia y calidad frente al desastre de Guayaquil. En tres décadas, la historia dio la vuelta.

Más que sugerir una línea de reformas concretas, la idea de imitar el modelo guayaquileño pudiera abrir un debate saludable y esclarecedor entre las dos ciudades por diferencias y contrastes. Los ejes podrían ser cuatro. Primero, sus modelos de gestión: estructura del gasto, peso de las burocracias, calidad y cobertura de los servicios y fortalezas institucionales. Las diferencias, en este campo, son abismales y delinean dos modelos radicalmente opuestos en el uso de los recursos públicos. Segundo eje: el vínculo del municipio con la sociedad. Mientras el modelo guayaquileño impulsa una modernización muy articulada con la inversión privada y el horizonte globalizador, el municipio y la sociedad quiteña caminan cada cual por su lado, sin una visión compartida de modernización. Tercer eje, sus modelos de liderazgo y estructura de gobierno. Desde que León Febres-Cordero llegó a la alcaldía de Guayaquil en 1992, y la continuidad posterior con Jaime Nebot, el liderazgo ha sido férreamente personalista, casi caudillista, salido de las élites, y con un potente vínculo a redes populares. Quito, en cambio, ha sacrificado cruelmente a sus dos últimos alcaldes, de signos ideológicos totalmente distintos, sin encontrar una figura o un partido donde reconocerse. Y cuarto eje: la configuración de la ciudad como espacio de autogobierno. Guayaquil creció cuando tomó como horizonte la autonomía de su gobierno local sobre la base de una potente identidad cultural diferenciada y opuesta al centro-nación. Desde la transición al nuevo milenio, Quito vive, en cambio, la lenta pérdida de identidad como capital, como centro de la nación y el Estado, y sus élites, un progresivo deterioro como referentes culturales de la ciudad.

El eslogan de Patricio Guayaquil no encauzará el debate en esta elección de alcalde de Quito, que se mantendrá, con tantos candidatos inscritos, penosamente disperso, fragmentado, frío, distante a los ciudadanos e improvisado. Pero el contraste entre las dos ciudades puede abrir el debate de las reformas y los cambios inevitables que deberá emprender Quito con su nuevo alcalde. ¿Debemos los quiteños imitar a Guayaquil para que la ciudad cambie y se modernice? (O)