Cuando dudo, cuando me levanto escéptico y no creo o no quiero creer en nada, recuerdo –aunque debería decir: se me impone– la voz torrencial, de ronca hojalata risueña y saltimbanqui de Gonzalo Rojas, el desbordante poeta chileno, recitando uno de sus poemas: “No tenemos talento, es que / no tenemos talento, lo que nos pasa / es que no tenemos talento, a lo sumo / oímos voces, eso es lo que oímos: un / centelleo, un parpadeo, y ahí mismo voces”. Quiero insistir en escuchar a Rojas, así que no es difícil encontrar por internet el registro de su voz. Se necesita un disimulado talento para decir que no se lo tiene. Y esa paradoja, en el vozarrón de Rojas, despierta la dicha de vivir en ella. Obsesionados con la originalidad, a la búsqueda de diferencias fundacionales, se peca de una vanidad que no sabe ver más allá de la estrechez de su pequeño marco biográfico. Hay una modestia ejemplar en pensar siempre en largas duraciones, en siglos o en milenios, donde se podría encontrar, repetido, lo que hoy se considera original y absoluto. Parecería que se quiere eludir esa especie de miedo paralizador de no saberse original. Todo lo contrario. No creerse original es la mejor manera de empezar a serlo, plantar ese mínimo de conciencia ante lo ya hecho, y lentamente, sin prisa, dar con ese giro que hace la diferencia. Oímos voces y no queremos ni sabemos escucharlas, obsesionados por la originalidad absoluta.

Mi largo preámbulo –pido disculpas por la demora– me acerca mejor a la idea de plagio, a su esplendor y, mucho más evidente, su miseria. Empiezo por esta última. El campo de trabajo puede ser variado, pero sea cual sea ese campo, tarde o temprano, descubrimos un plagio. Los hay descarados y hasta absolutos: fórmulas completas, tesis completas, investigaciones completas. En mi campo, el de la escritura y la literatura, el plagio se produce con una doble ecuación: en parte es culpa de quienes han sido responsables de revisar textos y, al no hacerlo escrupulosamente, transmiten la incertidumbre de que nadie lee sus trabajos. Por otra parte, hay un exceso de confianza en creer que el mundo es demasiado grande como para que el plagio –el robo descarado y subrepticio de la autoría de otro– se descubra. Resulta que el mundo no es tan grande como se teme y que el lenguaje habla entrelíneas, con modulaciones, y basta saber escucharlo, no solo en lo que dice, sino en cómo lo dice, para entender lo que realmente está diciendo y si lo que dice es creíble o no, verdadero o falaz. De manera que no basta el contenido, sino la manera, y si la manera genera desconfianza, no falta nada para saber que ese contenido tampoco es fiable.

En el trabajo con textos escritos hay ahora infinidad de programas que los detectan. Yo me fío de uno más bien simple: el ritmo. Cuando leo un escrito o el trabajo de un alumno y algo se modifica abruptamente en su escritura, me saltan todas las alarmas. Uno toma con pinzas esas palabras, como si fuera un gusano de muestra, y las coloca en un buscador de internet, y empieza el asombro y la vergüenza.

El plagio detectado es un acontecimiento triste: ¿por qué no se citó y se reconoció la autoría de ese fragmento referido? ¿Cuesta tanto citar o se es menos por hacerlo? Más bien, citar enriquece, refleja investigación, y mientras más escrupulosa es la cita, más mérito para el que aplica ese rigor. Incurrir en un plagio es un retrato descarnado de lo peor de uno mismo.

Pero la literatura, que da cobijo a las contradicciones, ha convivido siempre con el plagio, es inherente a ella con sus respectivos matices. El punto de partida ineludible es que la literatura está hecha de lenguaje, y este medio verbal es lo más sociable que existe, porque no solo está vinculado a sus interlocutores actuales, sino que lleva en sí los vocablos y la resonancia de siglos de uso compartido. Todo viaja en el lenguaje y todo se mezcla. Y mientras en la música y en la pintura la problemática del plagio puede ser llevada al extremo de la mejora explícita –desde esto habla Byung-Chul Han es su breve ensayo Shanzhai–, la diferencia con el plagio literario estriba en que en el plagio plástico todo se evidencia, está a la vista al mismo tiempo. La lectura, en cambio, es íntima y se supone, erradamente, que no habrá un coro de lectores para detectarlo, como si estuviera en un camino unidireccional y cerrado. No es así. Quizá por esto, en los mejores casos de la literatura, el plagio se asume frontalmente y resulta altamente productivo. Aquí es donde surge su mayor esplendor.

Pero también hay un esplendor modesto, más asequible, y es la impregnación que produce el estilo de un autor. Quien lo lee empieza a modular su escritura a partir del ritmo de lo que ha leído: no se traslada ningún contenido sino una música particular. No hay datos ni conclusiones sino ritmo. Y ese ritmo se nota, por supuesto, y a más de uno le puede venir a la mente o al oído, cuando lee algo o a alguien, que allí hay una música conocida, un cincel borgiano, una morosidad onettiana, una veloz modulación tolstoiana o bolañesca, una dislocación lispectoriana, un protagonismo ensayístico a lo Duras, una oscilación alargada entre conjunciones y comas a lo Javier Marías, un laconismo ishiguriano, una adjetivación garciamarquina, una ironía monterrosiana o un chisporroteo a la Foster Wallace. En fin, el elenco es largo. Esa música delicadamente plagiada se muestra como una pintura o un concierto, se reconocen las fuentes y se bebe en su esplendor. Tarde o temprano, si se es consciente de la resonancia, quedará atrás, cumplido el aprendizaje y devuelto el centello, el parpadeo, las voces prestadas, de las que sospechaba Gonzalo Rojas. (O)

Obsesionados con la originalidad, a la búsqueda de diferencias fundacionales, se peca de una vanidad que no sabe ver más allá de la estrechez de su pequeño marco biográfico.