La literatura ecuatoriana ha tenido un buen año. Otro más. En este y otros medios se ha resaltado el éxito internacional de dos escritoras guayaquileñas: Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero. Los diarios El País y el New York Times colocaron a sus libros, Mandíbula y Pelea de gallos, entre lo mejor de la literatura escrita en castellano en 2018. Es una noticia que debería alegrarnos a todos. Esperemos que la acogida de las obras de Ojeda y Ampuero sirva para que otros escritores locales tengan mayor circulación dentro y fuera del Ecuador. La maldición de la edición nacional debe terminar en algún momento.

Este año, además, se han publicado en el país algunos libros que merecieron mayor atención. Hubo varios títulos interesantes: Un suceso extraño (Sandra Araya), Siberia (Daniela Alcívar), Nunca más Amarilis (Marcelo Báez), Poesía reunida 1988-2008 (Mario Campaña), Corazón de un canalla (Francisco X. Estrella), La primera vez que vi un fantasma (Solange Rodríguez Pappe).

Quisiera rescatar, sin embargo, tres excelentes textos que pertenecen a otros géneros (la crónica, el ensayo, el testimonio) que normalmente son poco atendidos a la hora de elaborar las listas de los mejores libros del año. Me refiero a Lama (Sabrina Duque), El fotógrafo de las tinieblas (Santiago Rosero) y Los senos maravillosos (Karina Sánchez).

El libro de Duque, que en realidad salió a finales de 2017, es una ágil y apasionante crónica sobre el desastre provocado por la minera Samarco, la mayor tragedia ambiental de la historia de Brasil. Santiago Rosero reúne en El fotógrafo de las tinieblas una colección de textos sobre París, ciudad donde vivió varios años (son particularmente recomendables la crónica dedicada al panadero Christophe Vasseur y el breve ensayo sobre el fotógrafo ciego Evgen Bavcar). Los senos maravillosos, el libro de Karina Sánchez, es un texto breve e híbrido que se aproxima a los dolores, las crisis y las mutilaciones de un cuerpo tomado por la enfermedad. Es un sensible testimonio sobre el cáncer en la mejor línea de escritores como Susan Sontag, Fritz Zorn o Anatole Broyard.

2018 dejó también dos libros que merecen especial mención: Moneda al aire (Leonardo Valencia) y Fuga hacia dentro: la novela ecuatoriana en el siglo XX (Alicia Ortega). Son dos textos de crítica literaria, cuya importancia, en mi opinión, no puede ser pasada por alto. Valencia recorre diferentes reflexiones sobre la novela en momentos distintos de su historia (sus sentidos, sus alcances, los diferentes “peligros” que conlleva su lectura), y arremete contra los críticos que él llama “utilitarios”; es decir, aquellos que pretenden aproximarse a la novela desde los intereses y conveniencias de su propio discurso político, teórico, moral, etcétera. Para Valencia, lejos de enriquecer la lectura de una novela, la crítica utilitaria termina por reducirla y simplificarla. La brevedad del libro, sin embargo, nos deja a los lectores con ganas de mayor profundización en algunos de los interesantes puntos que toca. Pienso, por ejemplo, que la crítica utilitaria tiene su complemento en la literatura utilitaria. La segunda se adapta perfectamente a la primera y por ello llegan a hacer extraordinarias migas en las distintas academias y mercados editoriales norteamericanos y europeos.

El libro de Ortega, por su parte, estudia lo que para ella han sido los hitos de la tradición novelística ecuatoriana del siglo XX. Ortega continúa una tradición crítica que en nuestro país incluye nombres como Agustín Cueva o Alejandro Moreano. Dos autores cuya crítica literaria, en mi opinión, suele deberle demasiado a la sociología y a la política (justamente los campos de los que ambos provienen). A pesar de ello, el libro de Ortega llega a matizar e incluso corregir en varias ocasiones algunas de las líneas más radicales de aquella tradición. Su investigación es seria y documentada (sobre todo en la primera mitad del siglo XX) y es uno de los intentos más completos que se han hecho en el país por analizar la figura del intelectual en la sociedad y cultura ecuatorianas.

Los textos de Ortega y Valencia corresponden a formas distintas de ejercer la crítica. Recomiendo, en cualquier caso, la lectura de ambos. Si encuentran los libros, por supuesto. La lamentable noticia de este año, para los guayaquileños al menos, es el deplorable estado en que se hallan las librerías de la ciudad. Lo que hay en su mayoría son estantes repletos de libros de autoayuda y emprendimiento. Casi ninguno de los textos mencionados en este artículo pueden comprarse en Guayaquil. La única excepción es La Casa Morada, dirigida por Paulina Briones, cuyas estanterías procuran tener una interesante variedad de literatura nacional y extranjera. En una ciudad que cuenta con una apreciable feria literaria, donde existen gestores culturales capaces de organizar eventos interesantes e innovadores, ya va siendo hora de preocuparse también por el elemento central de cualquier cultura literaria: el libro.

(O)