Hace días vimos al presidente Moreno y ministros conmoverse hasta las lágrimas ante el relato de trece inmigrantes venezolanos invitados al Salón Amarillo. Terminado el evento, el ministro Toscanini leyó un documento en el que lejos de atender el ruego de ayuda que había presenciado apenas minutos atrás, imponía con frialdad insólitas medidas para cerrar la frontera a los desesperados venezolanos que huyen de la miseria y violencia en la que sigue hundiendo el chavismo a su país. ¿Cómo el Gobierno decide tomar medidas absurdas como pedir pasaporte a quien viene caminando sin nada más que sus recuerdos y angustia? ¿Qué análisis se hizo para proponer algo que inmediatamente fue reconocido no solo como inconstitucional, sino como atentatorio a los derechos humanos de los hermanos llaneros? Ojalá en la respuesta a esas preguntas no esté el uso de encuestas que se amparan en taras nacionalistas de miedo y xenofobia de algunos ecuatorianos.
Afortunadamente ya tenemos Defensoría del Pueblo. La Dra. Benavídez encabezó junto con el defensor público y varias organizaciones sociales las medidas cautelares que sin mucha discusión fueron concedidas para evitar el abuso de Moreno y su gabinete. Increíblemente, el siguiente paso en el camino escabroso e improvisado del Gobierno fue que sus abogados pidieron más tiempo para defender el decreto, demostrando con ello que desde el principio fue mal ideado. Si alguna duda quedaba de las malas decisiones que llevaron a impulsar ese decreto, fueron dispersadas con el tercer fallido impulso gubernamental que desobedece el fallo judicial al expedir un acuerdo que pide casi imposibles a los caminantes, que no tienen pasaportes o apostillados por la dificultad de obtenerlos en tiempos apropiados y sin dinero.
La diáspora venezolana empezó con la llegada de Chávez al poder cuando miles de las personas que más recursos tenían: académicos, profesionales, económicos, buscaron estabilidad en otros países. La crisis fue expulsando al resto, a tal punto que en el 2015 Venezuela había perdido más de 2 millones de habitantes; la sangría no paró, al contrario, solo empeora con más del 80% de estudiantes deseando salir de su país. Ya para el 2014 Venezuela había perdido más del 40% de profesores y 50% de médicos, durante los últimos cuatro años se perdieron muchos más. Lo mismo ha pasado con los profesionales de todas las áreas, incluida la petrolera, agravando así todas posibilidades de recuperación que le puedan quedar a Venezuela.
Casi todos sabemos que la crisis venezolana es humanitaria por encima de todo, pero también es política y económica. Por ello, ese desastre no mejorará sin la actuación conjunta de los latinoamericanos y el apoyo activo, es decir real, de la ONU. Es infame que los gobernantes no sientan la urgencia de educar contra la xenofobia por medios masivos, lograr acuerdos entre políticos para evitar la demagogia del nacionalismo y diseñar medidas de auxilio concertadas con vecinos, como corredores humanitarios, cuotas de migrantes por área, recursos financieros de organismos internacionales, registros y organización de quienes llegan o pasan por cada territorio, etcétera.
Maduro baila ante la hemorragia de su país, pero Venezuela son los venezolanos en todo el mundo, no el fantoche chavista que hace rato debió ser denunciado por el Gobierno y los políticos ecuatorianos. No hacerlo aumenta las sospechas de complicidad e ineptitud de los silenciosos y mezquinos. (O)