Cuenta la escritora Chimamanda Ngozi Adichie que, cuando de niña empezó a escribir en su Nigeria natal donde se comen mangos y siempre hay un sol reverberante, sus personajes sin embargo eran blancos de ojos azules que jugaban en la nieve, comían manzanas y hablaban mucho de la maravilla de que saliera el sol. Esta paradoja se da porque empezó a ‘copiar’ para sus invenciones aquello que había leído en la literatura europea, lo que explica algo importante: los relatos nos definen, nos modelan, nos implican. Por eso las personas deberían atender más a los contadores de historias: los escritores.
Adichie finalmente descubrió la literatura de autores africanos. Tanto era el peso de lo extranjero, dice, que cuando vio personajes africanos “no sabía que en la literatura cabía gente como yo”. Esta revelación le permitió conocer otros mundos y empezar a superar las versiones únicas. En lo familiar, en lo social, en lo estatal y en lo personal estamos amenazados por los relatos únicos. La literatura invita a sacudirnos de esa camisa de fuerza con la que crecemos socialmente y que nos impide considerar la diversidad planetaria. El construir un Estado decente, lamentablemente, no pasa aún por cuestionar las historias únicas.
Los libros importan por los efectos que nos producen. En menos de treinta páginas, Adichie en El peligro de la historia única (Barcelona, Random House, 2018) despliega una fuerza conceptual que busca el descreimiento de la historia única; en su caso, de aquella que fue divulgada por los colonizadores de África. ¿Cómo se crea una historia única?: “Se muestra a un pueblo solo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo conviertes en eso”, afirma, lo que es un ejercicio de poder: “Poder es la capacidad no solo de contar la historia de otra persona, sino de convertirla en la historia definitiva de dicha persona”.
La literatura trata de evitar la historia única: “El relato único crea estereotipos, y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Convierten un relato en el único relato”, señala.
Las comunidades humanas deben asentarse en la diversidad y reconocerla como un elemento que, a la vez, iguala y diferencia. Tal vez una raíz de los fanatismos de hoy –presentes en los estados y también en determinados movimientos sociales, instituciones, intelectuales y activistas– sea justamente el que hace de nuestras convicciones las únicas valederas. De esto hemos padecido aquí por más de una década.
Mientras más historias se cuenten sobre un acontecimiento, mucho mejor, porque desfocalizan el sectarismo. En el librito citado viene un texto de la filósofa Marina Garcés que ubica el pensamiento de Adichie en los debates contemporáneos: “Las historias nos enseñan a relacionarnos con lo que no sabemos, de nosotros mismos y de los otros”. Por eso propone “desviarnos de los lugares comunes de la cultura para poder propiciar otros encuentros”. Y, entre nosotros, que algo reconocemos de nuestros sufrimientos y nuestras faltas, ¿por qué permitimos que los políticos y la gente de poder nos encandilen con sus historias únicas?(O)