Uno de los tipos penales incorporados al Código Orgánico Integral Penal, en adelante COIP, que sin duda menos se ha tratado por parte de la academia y la jurisprudencia, es el testaferrismo, que en el artículo 289 del mencionado cuerpo legal se define como aquel que se comete por quien consienta en aparentar como suyos bienes muebles, inmuebles, títulos, acciones, participaciones, dinero, valores o efectos que lo representen, producto del enriquecimiento ilícito del servidor o exservidor público o producto del enriquecimiento privado no justificado. Se establece, además, una pena de tres a cinco años para quien cometa este delito.
La redacción de la norma es deficiente, como pasa con muchos de los tipos penales del COIP, pues su verbo rector es “aparentar” y no “consentir”, más aún si tenemos en cuenta que este es un tipo eminentemente doloso. Esto significa que quien comete testaferrismo presta consciente y voluntariamente su nombre, datos, cuentas, etc., para ocultar al verdadero propietario de los bienes o valores, que se colocan en su nombre o propiedad. Como señala Lluis Muñoz Sabaté en su obra sobre el testaferro, este es quien suplanta, encubre o se disfraza legalmente, prestando su nombre e identidad, firma o bien su personería, ya sea física o jurídicamente, emulando el papel social de la persona mandante a la que en el fondo representa. La Real Academia Española de la Lengua define al testaferro como la “persona que presta su nombre en un contrato, pretensión o negocio que en realidad es de otra persona”.
La palabra “testaferro” significa literalmente “cabeza de hierro” y proviene del italiano (testa di ferro). En el derecho francés se le denomina “presta nombres” (prète nome) y en los ámbitos anglosajón y germano, como “hombre de paja” (front man en inglés y Strohmann en alemán).
Quien hace la gestión de cobro de coimas por millones de dólares deposita en su cuenta el dinero, compra bienes a su nombre a la espera que el paso del tiempo le permita devolver los mismos a su corrupto jefe, cuando este ya no sea funcionario y esto pueda catalogarse como “acuerdo entre privados”...
En la relación delictiva que contiene el testaferrismo existe un hombre de atrás, a quien se denomina el dominus y por supuesto el presta nombres o testaferro, que actúa en representación de este, sin poder o delegación jurídicos. Su actuación debe ser dolosa, es decir debe conocer que las transacciones o adquisiciones que realiza para otra persona o con dinero que no es suyo, tienen el objeto de ocultar la verdadera relación patrimonial. Actúa como agente de hecho y generalmente se encuentra ligado a su representado, ya sea por mantener con este vínculos familiares, ya por ser parte de su entorno de confianza o de su ámbito laboral.
Como señala Ramón Ragués i Vallés, con la utilización del testaferro el administrador real de los bienes, dinero o valores no busca otra cosa que disminuir el riesgo de ser descubierto, por tanto la función fundamental del testaferro es contribuir a dificultar el descubrimiento de quienes controlan realmente la empresa, el negocio o mantienen en propiedad los dineros adquiridos mediante el cometimiento de uno o varios delitos. Actúan normalmente en el ámbito económico y en el de la administración pública, haciendo de intermediarios entre el funcionario público, con el que tienen la relación familiar o social y quien por temas contractuales o de otra índole tenga algún interés en juego. En este caso quien tiene el control sobre los contratos o posibles favores es el dominus, pero quien realiza el “trabajo sucio” (exigir pagos, recibir coimas, guardar el dinero en cuentas a su nombre o de sus compañías de ser el caso) es el testaferro.
En nuestra legislación la figura del testaferrismo además de mal redactada, nos presenta una serie de características curiosas, pues en el caso del testaferro de narcotraficantes, este recibirá la misma pena del delito que encubre, es decir de hasta trece años, pero si el testaferro actúa en nombre de un funcionario público que se ha enriquecido ilícitamente como producto del ejercicio de su cargo, recibirá una pena de tres a cinco años, lo que contrasta con la pena con que se castiga el enriquecimiento ilícito (hasta diez años de privación de libertad). Evidentemente se produce un inexplicable favorecimiento para el caso del funcionario corrupto y quien actúa como su velo de encubrimiento. ¿Es esto producto del error de nuestro poco preparado legislador en materia penal? Podría ser, pero desde hace bastante no creo ni en los errores ni en las coincidencias. Lo cierto es que quien hace la gestión de cobro de coimas por millones de dólares, deposita en su cuenta el dinero, compra bienes a su nombre a la espera que el paso del tiempo le permita devolver los mismos a su corrupto jefe, cuando este ya no sea funcionario y esto pueda catalogarse como “acuerdo entre privados”, recibiría una pena inferior a la que impusieron en Quito a un tipo por masturbarse en el trole. En un próximo trabajo explicaremos cómo se prueba en el testaferrismo. (O)