A menudo, a muchas personas se les ha preguntado a qué o a quién temen más. La mayoría, creyente, responde que a Dios. Particularmente yo digo que después de Él al abuso del poder. Porque es muy difícil luchar contra quien en un determinado momento, transitorio o no, comete excesos.

Antes se recurría a las armas para erradicar el atropello, mas hoy que supuestamente vivimos en democracia apelamos a instancias más democráticas y legales para zanjar un entuerto. Pero si los tentáculos del poder abarcan a todas las instituciones creadas para la buena administración de un Estado, estamos perdidos.

Y es que lamentablemente el poder envanece y más si no se ha estado acostumbrado a una mediana noción de lo que es dirigir un conglomerado social, sea este doméstico o gubernamental. El ego se insufla al verse rodeado de camaleones adulones que acatan sin reparo cualquier niñería que se le ocurra a su amo. Y es tanto el engreimiento que no se dan cuenta del ridículo en el que caen. Desde algo tan particular, como es el caso al que me voy a referir como anécdota.

Una ocasión acompañé a una parienta mía a la boda de una prima suya quien, a su vez, era sobrina del vicepresidente de aquella época. Como es lógico, la persona que capta la atención en este acto es la novia, al menos su entrada a la iglesia, ya sea por el vestido o por su corte. Y en esa expectativa nos hallábamos, y sí, oímos cuando ya llegó, pero no ingresaba. Salimos a ver qué ocurría, pues la novia y su padre esperaban algo. De pronto oímos el ulular de las sirenas y ¡oh, sorpresa!, quien llegaba era el tío, el vicepresidente, con gran despliegue de motos y guardaespaldas. Y la pobre novia, humildemente, se acercó a saludarlo y ahí entró. Por el envanecimiento del poder quiso opacar a la novia. ¿Acaso no hubiese sido mejor que le hubiera ofrecido el coche a su hermano y su sobrina, la novia, para llegar juntos con todo el bullicio que causa el arribo de una personalidad?

Y así por el estilo suceden hechos insólitos en el gaje del poder. Pero la cerecita del pastel es la condecoración Manuela Sáenz, otorgada por la Asamblea del Ecuador a la expresidenta de Argentina, quien afronta investigaciones y juicios por malversación y lavado de dinero en su país. ¿Cómo se puede confiar que personas que actúan no con la reflexión y sindéresis que el cargo les exige, sino impulsivamente y a manera de revancha, capricho y con la más arrogante estulticia puedan regir los destinos de un país? (O)

Patricia Vélez Sierra,
Guayaquil