La universidad ecuatoriana es difícilmente comprensible sin la fotocopia. Los que ingresamos en ella a mediados de los noventa (es decir, poco antes del auge del internet) no concebíamos un conocimiento alejado de aquellas máquinas enormes que vomitaban a diario cientos de hojas repletas de una tinta necia que a menudo terminaba en los dedos del lector.
La dependencia de la fotocopia era inevitable, aunque variaba según la carrera que uno siguiera. Para los que estudiábamos literatura representaba la vida misma. Nuestro acceso a los libros no tenía lugar mayormente en la biblioteca o en la librería (todas muy precarias), sino en aquellos centros de fotocopiado que proliferaban por la ciudad. Cada quien tenía sus favoritos. Y el favoritismo dependía de factores muy variados: precio, rapidez, calidad de la copia o del encuadernado, cercanía de la casa o del trabajo. Yo siempre sentí especial debilidad por los que se ubicaban fuera de la Estatal. Aunque no estaban cerca de mi casa, eran baratos y relativamente rápidos. Esto, desde luego, dependía de la época en que uno fotocopiara: a medida en que se acercaba el periodo de exámenes el proceso se lentificaba al límite de lo intolerable.
Hace poco leía un artículo del escritor chileno Alejandro Zambra en el que elogiaba la capacidad de la fotocopia para ponerlo en contacto con autores de libros difícilmente encontrables en el Santiago de su juventud: Gombrowicz, Lispector, Lihn. Nosotros no solo fotocopiábamos a los autores difíciles: lo fotocopiábamos todo. O casi todo. Teníamos libros, por supuesto. Pero casi nunca el que necesitábamos o el que queríamos leer en ese momento. Dependíamos de librerías extrañas como la Cervantes o la Científica. Ahí uno podía realizar hallazgos complicados como la correspondencia entre Flaubert y Turgeniev o el Tirant lo Blanc, pero no encontrar La montaña mágica o el Ulises.
Cada vez que alguien compraba un libro sabía que su destino ineludible era la circulación entre los amigos, es decir, la fotocopiadora. Esto era especialmente dramático cuando el libro era de editoriales cuyos textos siempre corrían el riesgo de despedazarse: la mexicana Siglo XXI o la argentina Sudamericana. Pero no nos importaba: la fotocopia movilizaba de muchas maneras la solidaridad y la generosidad. Incluso los que podían viajar más y tenían un mayor acceso a libros siempre entregaban sus flamantes adquisiciones para que sean desfloradas por la terrible máquina de fotocopiado. “Ten cuidado, por favor” era la máxima advertencia que podía hacerse. Pero era una advertencia inútil. Fotocopiar un libro era un arte que no dependía de nosotros, sino del empleado que usaba la máquina. Muchos de ellos eran simpáticos y tenían buena voluntad, pero la cantidad de trabajo normalmente los desbordaba y tenían que fotocopiar con mucha rapidez. Esto volvía completamente imposible que un libro saliera de la fotocopiadora en las mismas condiciones en las que había entrado.
Con un amigo imaginábamos alguna vez lo que sería armar una biblioteca exclusivamente con fotocopias, una “fotocopioteca”. Pensábamos que la forma de esa “fotocopioteca” no podía ser el hexágono, como la biblioteca de Babel, sino el rectángulo. Cada elemento, además, debía encuadernarse debidamente para no correr los riesgos que normalmente se corren con las fotocopias: páginas que adquieren vida propia y volando terminan por alojarse en los lugares más extraños. Mi amigo realizó varios pasos en dirección de ese lugar imaginado y terminó cumpliendo un sueño que para muchos era completamente imposible: comprarse una fotocopiadora.
El problema en Guayaquil no era solo el precio de los libros: también radicaba en la dificultad de encontrarlos así uno hubiese querido pagar por ellos.
Se ha observado con frecuencia que una tecnología no significa lo mismo ni se usa igual en todos lados. El caso de la fotocopiadora es paradigmático. Por esos años se estrenó en Guayaquil una interesante (e injustamente olvidada) película de Mike Judge llamada Office Space. En esa película muchos de nosotros asistimos con horror a una escena en que varios tipos destrozan una fotocopiadora con un bate de béisbol. En la película aquella fotocopiadora era un símbolo del trabajo mecánico e insustancial que esos hombres tenían que cumplir a diario. Para nosotros aquel cacharro tenía un significado completamente distinto y la escena no podía significar otra cosa que una suerte de provocación. Como también nos parecían una provocación y una excentricidad aquellas campañas contra la fotocopia que se daban en otros países. Es decir, nos tranquilizaba que esas campañas sucedieran en lugares lejanos y muchas veces desconocidos, pero lo que nos parecía rarísimo era que en todas ellas se dijera que la fotocopia destruía el libro. Fotocopiar representaba, para nosotros, exactamente lo opuesto: volvía al libro posible.
El problema en Guayaquil no era solo el precio de los libros: también radicaba en la dificultad de encontrarlos así uno hubiese querido pagar por ellos. Es verdad que hoy hay mejores librerías en la ciudad. También es cierto que el “Ipad” y el “Kindle” se han convertido en opciones interesantes (estos tienen, además, la ventaja de la levedad). Pero el libro sigue siendo un problema: muchísimos no se encuentran y los que se encuentran se han convertido progresivamente en objetos de lujo. Cualquiera que realmente ame los libros sabe, además, que no puede contar con el internet. La cantidad de libros disponibles para descargar sigue siendo, por el momento, muy limitada. Bueno, si te llamas Paulo Coelho o Carlos Cuauhtémoc siempre te las vas a arreglar para aparecer en cualquier lado. Pero si tu nombre es Onetti o Puig (o incluso si es Joyce, Baudelaire, Mayo o Rumazo) probablemente la única manera de subsistir se encuentre en aquellas interminables hojas que uno ha ido acumulando sin el menor pudor durante todos estos años como si estuviera aquejado de una extraña variante del síndrome de Diógenes. (O)