Cada día los investigadores y los científicos –algunos comparten ambas identificaciones– reafirman su convencimiento de que el primer humano proviene de África, por lo que es fácil deducir, para quienes creen en los textos bíblicos, que Adán y Eva debieron haber tenido la piel oscura (es prohibido decir negra), y que ese enorme continente, como asiento y origen de los hombres, debió ser también el destinado a fijar pautas en muchos sentidos para la humanidad. Pero la historia nos dice que no ha sido así y que, por lo que vemos en estos días, continúa viviendo en el más profundo atraso tanto en el goce de los avances tecnológicos logrados en el mundo como en el desarrollo de eso que se llama civilización, que por definición comprende la ausencia de comportamientos primitivos y fanáticos, propios de gentes cuya inteligencia ha tenido una precaria evolución.
En ese mismo continente, probable cuna primigenia del hombre, siguen ocurriendo en el siglo XXI actos de barbarie que surgen desde los propios estados, y también de los mismos ciudadanos, como lo demuestran dos hechos recientes que han impactado en la conciencia mundial: el salvajismo que implica la condena judicial a muerte, en Sudán, a una mujer por haber cambiado su religión, de la musulmana al cristianismo, y por haberse casado y tenido un hijo con alguien que profesa esta religión, suceso tenebroso al que hay que añadir la acción tribal protagonizada por un grupo de fundamentalistas religiosos, raptores de centenares de niñas en Nigeria para convertirlas al islam.
Se trata en ambos casos de lecturas extremistas de los mandatos mahometanos, uno basado en la norma islámica y el otro bajo la interpretación personal de enajenados, que tienen consecuencias sociales tremendas en un espacio geográfico que difícilmente puede ser controlado y que sufre, como muchos otros en las vecindades del Sahara, el flagelo de la trata de personas y del tráfico de drogas.
Varias cosas es posible anotar en relación con estos azotes, tal vez interconectadas o tal vez no, como que hay mucha gente que alimenta el terrorismo o las guerras, directa o indirectamente, porque vive materialmente o goza espiritualmente de esos hechos nefastos, además de que cuando hay pobreza y pobreza aguda –por ejemplo el 60% de la población de Nigeria malvive con un dólar diario– y no existe nada que dar al pueblo, los gobernantes impulsan (o auspician el impulso) a las ideologías que distraen, adoctrinan y entretienen.
EE. UU. y varios países europeos, entre ellos Francia e Inglaterra, se muestran preocupados por encontrar una solución a los graves problemas africanos, y no es necesario ser mal pensado para creer que hay grandes intereses ocultos si, como en el caso de Nigeria, se trata de un Estado con importante producción de petróleo y con una gran ventana abierta hacia el Atlántico. En política internacional no hay poesía: los actos de beneficencia no existen y todo tiene su precio y su valor.
Acciones alucinadas como las que comento, manchadas por un radicalismo irracional y feroz, solo podrán detenerse cuando los pueblos reaccionen de otra manera, castigando con severidad los agravios a la humanidad, con o sin el sermón inocuo de la ONU.