Aborrezco los miedos que nos quieren inyectar. Nadie visitó el paraíso, tampoco retornó alguien del cacareado infierno: de la muerte nadie vuelve de no ser en cuentos mitológicos. No va conmigo un juicio final aterrador al son de trompetas descocadas con tsunami divino, truenos abominables. Cada cual describe cómo habría de ser aquel jardín de las delicias prometido a los elegidos, cuán terribles las llamas eternas de una gehena espantosa donde habría llantos, chirriar de dientes. Creer en el paraíso, en el infierno, es cuestión de fe, la fe no se discute, razón por la que se vuelve ciega, sospechosa, subjetiva. Casi a diario se reúnen al pie del edificio donde vivo predicadores evangelistas empeñados en anunciar el fin inminente de los tiempos. No puede existir el fin del tiempo porque el tiempo no existe, es invento nuestro.

Para Jean Paul Sartre, el infierno son los demás, afirmación que ubica al filósofo de marras en el clan de los antisociales, pues los seres amados suelen convertirse en el paraíso de uno. El pintor Jerónimo Bosh inventó un infierno poblado de monstruos, seres grotescos como una monjita besando a un cerdo en el hocico. Para los griegos existían suplicios como el de Tántalo, condenado a buscar frutas que se alejaban cuando veían su mano, aguas que huían al aproximarse su boca. Unos buitres devoraban de día el hígado de Prometeo encadenado, mas aquel órgano volvía a crecer durante la noche. Orfeo sale del infierno con advertencia del dios de turno: “Llévate a tu amada Eurídice, pero no la mires si no la volverás a perder”. Orfeo no puede resistir la tentación de contemplar a su amada, desafía a los dioses y sus castigos; amo a Orfeo porque el amor es más fuerte que el temor. Si aquellos relatos nos parecen extravagantes, de igual modo luce hasta cómico lo de Jonás viviendo tres días dentro de una ballena, Moisés partiendo en dos las aguas del Mar Rojo. Cada cual es libre de creer o no en aquellos pintorescos episodios.

Llevamos a la vez el paraíso, el infierno en nuestra conciencia. Somos capaces de hacer el bien, de regar el mal, podemos ser nuestros propios jueces, para ello existe la introspección, es indispensable el sentido del humor. Bendigo a los románticos cuando dice Víctor Hugo: “El infierno, señora, sería no amarla”. Reconocer graves errores puede convertir nuestra conciencia en infierno, nos sentimos dichosos al cumplir acciones positivas en beneficio de los demás. Solo existe un mandamiento, el de amar; y un solo pecado: hacer daño. Cualquier ser humano tiene derecho a dudar, la duda fue el método utilizado por Descartes cuando iba en pos de la verdad: “Ne rien admettre en ma créance que je ne connusse évidemment être tel”. Hice muy mío aquel precepto, no niego nada, no soy ateo, pero pongo todo en tela de duda tratándose de otra vida o de los extraterrestres. En vez de soñar con convertirme algún día en un ser celestial trato por lo pronto de asumirme como ser humano, tarea difícil cuando tan breve es la vida nuestra.