John Dewey, filósofo estadounidense, al hablar de democracia, decía: “Lo que importa es cómo una mayoría llega a serlo”.  Adela Cortina, catedrática de Ética de la Universidad de Valencia, sostiene que para obtener la mayoría hay –al menos–  tres caminos: el debate sereno y la discusión pública  argumentada (democracia deliberativa), la agregación de intereses individuales y grupales  (democracia agregativa) o la manipulación de los sentimientos (democracia emotiva).

En este marco, resulta necesario que  discriminemos qué tipo de mayoría es la que el socialismo del siglo XXI lucha por imponer en la América Latina, y no solo en Ecuador, porque basta ojear un poco la prensa internacional digital –gobiernista e independiente– para identificar un denominador común: la avidez por captar la mayoría sin importar qué clase de ciudadanía es la que se esté  configurando; solo así se entiende su respuesta  a algunos de los cuestionamientos acerca del atropello a las libertades: ganamos las elecciones por mayoría, en consecuencia, podemos hacer y decir lo que sea. Punto.   Lo dicen con  soberbia;  lo dicen como si la democracia fuera una cosa capaz de ser abarcable, de ser poseída. Con ese paradigma no se gesta una revolución ciudadana ética, crítica, propositiva,  sino que se incuba una masa  acrítica,  susceptible  de  ser  pastoreada –como   las ovejas–.  ¡Claro que necesitamos y queremos una revolución! Pero una verdadera. Una en la que el objetivo no sea anular  al adversario hasta invisibilizarlo, una en la que la venganza no esté maquillada de justicia, una en la que lo que está mal en los contrarios también esté mal en el grupo dominante.  Pero, sobre todo, necesitamos una revolución en la que quienes la lideren no crean que  están para decir qué es democracia,  pero que se crean exentos del deber moral de practicarla, de  modelarla.

Son desalentadores aquellos comentarios acerca de la “genialidad” de la  publicidad de los gobiernos del socialismo del siglo XXI. ¿Geniales?  El calificativo está equivocado porque considera “genial” a un accionar cuestionable. Como todo en la vida, la publicidad puede ser buena o mala.  Es mala cuando es manipuladora; entonces conviene analizar cuándo   la publicidad se  vale de las emociones humanas para conseguir la aceptación de la mayoría,  a base de verdades a medias que, como sabemos,  equivale  a desvirtuar el todo. 

Recuerdo aquella que en su momento se hizo acerca de las bondades de la Ley de Comunicación en el Ecuador.  Se escogió a los cantantes, actores y actrices más conocidos en el país para que publiciten la ley diciendo que era buena porque era justa con ellos. Eso es una parte.  Pero la Ley de Comunicación es mucho más que eso, sin embargo, no recuerdo otra publicidad en la que se nos aclare –por ejemplo– el paralelismo y coexistencia entre  la prohibición a la censura previa de un artículo y la responsabilidad solidaria con el medio que lo publique.  Eso también tienen que explicarnos para que sepamos  quién es responsable de qué  y por qué.

No nos engañemos. La verdadera revolución ciudadana es todavía una tarea pendiente para América Latina.