Guadalajara, según Taste Atlas, es la segunda ciudad latinoamericana, después de Lima, entre las 100 mejores del mundo para comer. La gastronomía mexicana tiene recetas, técnicas y tradiciones que se preparan en los rincones más recónditos del planeta, como el guacamole que nos hace hablar en náhuatl. La comida callejera de este país es un patrimonio vivo, fuente de documentales, canciones y libros. Pero Guadalajara, en particular, es una parada culinaria que acelera el corazón.
Un buen bautizo en Jalisco debería comenzar con una torta ahogada, no solo por ser un ícono de la gastronomía tapatía, sino porque no hay forma elegante de comerla: el pan, de cáscara dorada y crujiente, se inunda en un baño espeso de tomate condimentado que se mezcla con el jugo de la carne, el ácido del limón y el golpe del chile. Sostenerlo es un malabar, porque la abundante salsa escurre entre los dedos y se desarma en el primer mordisco. Qué triste sería el mundo sin este delicioso desorden.
La comida es un mapamundi de las ciudades y de su gente. En esta Guadalajara de congresos y ferias –donde la del libro es la más importante de habla hispana– la tradición dicta almorzar carnes en su jugo en Karnes Garibaldi, conocido por ser el restaurante con el servicio más rápido del mundo, y cenar cebollitas a la parrilla, chuletas o cabrito en Asadas Pipiolo. Ciudad de puestos y antojos, donde la alta cocina tiene a Paco Ruano como “alcalde”.
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El origen de un nombre
A pocas cuadras de la avenida del mismo nombre está el mercado Alcalde, un punto de referencia para quienes saben que una ciudad se mide a través de sus insumos.
Paco Ruano lo conoció desde niño, acompañando a su madre en las compras semanales. Pero su llegada era un acontecimiento: lo llamaban “el terror de Alcalde” porque, con apenas 5 años, recorría el mercado disfrazado con las botas de su padre, un guante de los Thundercats, la máscara del Santo, capa y espada en mano. Corría por los pasillos, tomando frutas y verduras, mientras su madre intentaba evitar el caos.
Ese espíritu inquieto lo llevó lejos. Formado en la escuela de cocina Luis Irizar, en España, trabajó en Mugaritz, El Celler de Can Roca y Noma, donde aprendió que la esencia de la cocina radica en el producto, la estacionalidad y la sencillez. Con esa filosofía regresó a su tierra y, en 2013, junto con su hermana Adriana y su cuñado Luis Pelón, abrió Alcalde, donde, según Paco, “hacemos una cocina viva que respeta las estaciones del año y sus virtudes. Buscamos la excelencia de lo sencillo y trasladamos el producto y nuestra herencia culinaria a una gastronomía actual sin artificios: solo sabor y cariño”.
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La mesa de Alcalde
Dos días antes de mi almuerzo, Paco recibió a Ferran Adrià, una de las figuras más influyentes de la gastronomía moderna. Un comensal así pondría nervioso a cualquiera, pero luego de comer en Alcalde entendí que el chef catalán debió salir impresionado.
La influencia de la comida callejera está en el menú, pero presentada de una manera compleja. Como el cebiche de coco, un primer tiempo vegetariano con leche de tigre a base de la misma fruta, rociado con cilantro, epazote, aceite de chile y caviar Osetra.
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O el crudo de mejillón “choro” de Ensenada con callos frescos, aceite de habanero y flores de saúco. O el pipián de pistachos hecho mole, con chiles y flores de una delicadeza inusual. Podría seguir si tuviera más espacio.
La influencia asiática del menú sorprende, como el kimchi en el guacamole o la inclusión de ingredientes ancestrales reinventados, como los gusanos de maguey y las hormigas chamú. La ensalada de la estación es un manifiesto de la filosofía del chef: tofu de maní con garum (una salsa de pescado fermentado de la Antigua Roma, aquí hecha con pato), servido con hojas de acedera, pétalos de borraja y tomatillo, un ancestro del tomate.
Visualmente, estos platos son obras de arte. Los postres cierran la experiencia en la misma línea. Como el flan de hongo boletus o el memorable petit four con puré de piel de cítricos, ganache de chocolate y pastrami de corazón de res.
Alcalde ha crecido también en reconocimientos. En 2016 obtuvo el premio One to Watch en la lista Latin America’s 50 Best Restaurants, en la que, en 2024 alcanzó el puesto 12.
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Pero más allá de las distinciones, su verdadero mérito está en la visión de Ruano, que se traduce en texturas y contrastes que mantienen vivo su territorio en nuestro paladar.
Viajar a Guadalajara es un salto de fe, un acto de entrega. Como ese primer mordisco de la torta ahogada. En esta ciudad, la historia se sienta a la mesa, que luego de cada comida nos invita a volver. (I)